Solemnidad de Pentecostés

Mateo 28, 16-20: Bajé Dios y subí Hombre.

Autor: Padre Alberto Ramírez Mozqueda

 

 

Cómo es que los hombres tienen tantos progresos, hacen tantos proyectos y hablan tantas lenguas que no pueden ponerse de acuerdo en una sola lengua que les facilite definitivamente la comunicación entre ellos y entre los mismos pueblos?  

La Biblia se plantea este problema, y suponiendo que hubiera habido un solo tronco común para la humanidad, explica el hecho de la diversidad de las lenguas, por la vanagloria del hombre que quiso sentirse como Dios, intentando levantar un edificio tan grande que llegara hasta los mismos cielos, provocando con eso que la humanidad se dispersara desde entonces por los distintos continentes, sin llegar a entenderse unos a otros. 

Hoy se hacen intentos por volver a la unidad del género humano volviendo a hablar una sola lengua, y si las cosas siguen como van, el inglés sería entonces el idioma universal, y no habría ningún problema si los chinos, los japoneses y los mexicanos aprendiéramos ese idioma.  Pero el hecho de que todos los pueblos se propusieran llegar pronto a un solo idioma, eso no daría consistencia ni unidad al género humano. Se han hecho conferencias tras conferencias  buscando la paz, o abatir el problema de la pobreza, donde ya se ha utilizado el inglés como idioma principal, y la verdad es que los resultados han sido totalmente nulos, porque cada quién entiende lo que quiere y a su propia manera. La unidad de los hombres no será entonces posible pensarla dependiendo de un solo idioma universal. Esa unidad sólo se logrará con otro idioma, el idioma del amor, en lo que es experto Jesús el Cristo, que tuvo la osadía de lograr la unidad de los hombres, entregando su vida en lo alto de una cruz, con el resultado que ya conocemos. Sin embargo, el sacrificio de Cristo no fue infructuoso, pues al morir y resucitar, dejó como trofeo el Espíritu Santo. 

Ese Espíritu Santo es el máximo galardón que Cristo nos pudo dejar como prenda de esa unidad y de esa paz que los hombres buscan aunque por caminos equivocados. Es la tercera persona de la Trinidad que acompañó a Cristo desde el momento de su concepción hasta que en lo alto de la cruz “entregó su espíritu”. Una vez resucitado, el mismo día de su resurrección, lo entrega como preciosísimo regalo a los Apóstoles, para que ellos lograran la unidad entre Dios y los hombres, perdonando sus pecados  e infundiendo nuevos bríos para que lograran la unidad y la paz entre ellos mismos.  

Ese Espíritu Santo puede ser patrimonio de cada uno de los hombres, si nos decidimos a considerarlo el “DULCE HUÉSPED DEL ALMA” ya que somos templos vivos del Espíritu Santo y lo que hizo con Jesús lo puede lograr con cada uno de nosotros, hacernos cercanos al corazón de nuestro Dios y cercanos al corazón de nuestros hermanos. Tener a tan distinguido huésped en cada uno de nosotros, nos haría más cercanos al corazón mismo de Cristo y al del Buen Padre Dios que nos ama entrañablemente: “Si alguno me ama, dice Jesús, yo lo amaré y mi Padre también lo amará y vendremos a él para vivir con él”.  

Pero además de cercanía de Cristo y del Padre, el invitar constantemente al Espíritu Santo nos aseguraría otras dos cosas importantísimas para nuestra vida. 

En primer lugar, invocar al Espíritu Santo que recibimos gratuitamente, NOS ASEGURA LA UNIDAD CON CRISTO contemplado como hombre, nuestro hermano y como el Hijo de Dios, compañero inesperable  en el camino de la vida,  escuchando los latidos de su corazón, penetrando en sus intenciones, hasta hacernos tener los mismos sentimientos y la misma actitud del Divino maestro.  

Pero el Espíritu Santo no sólo nos une íntimamente a Cristo desde nuestro propio bautismo, sino que NOS HACE VIVIR PRECISAMENTE EN CRISTO, contemplando de una manera nueva y distinta, a los hombres y al mundo y a  la vida misma. Vivir en Cristo cambia nuestra manera de ser, pues contemplamos de una manera nueva el tiempo y la eternidad, la fidelidad, el amor, el verdadero sentido de las cosas materiales que ya no serán un obstáculo en el camino hacia Dios, sino escalones pasa subir hasta él, dándole el primer lugar en el corazón y no a la riqueza, al placer, a la comodidad, a la competencia y a la rivalidad. Vivir en Cristo y en el Espíritu Santo será la mejor escuela de amor, de perdón, de búsqueda del bien, de entrega y servicio a los demás, sin esperar recompensa de todo ello, confiando fielmente en Dios, amándole sobre todas las cosas. Vivir en Cristo nos asegura también el perdón, pues en la vida tenemos tropezones y muy difíciles en la convivencia humana, mismos que retrazan nuestro camino hacia el amor y la fraternidad.  

Ese Espíritu Santo de Dios que fue el gran maestro y compañero de Cristo, puede, pues, ser nuestro confidente, la persona de todas nuestras confianzas, y el que no sólo logrará la deseada unidad del género humano, sino que hará de nosotros, por un camino tremendamente sencillo, gente santa, entregada, con un gran bien a la humanidad misma. Hay que cultivar esa amistad con el  Espíritu Santo. Ya somos por el bautismo templos vivos de Dios, pero habrá que invocarlo cada día, en un diálogo sencillo, espontáneo, lleno de candor y de sencillez para que ilumine nuestras vidas, nuestras inteligencias, para comprender mejor el amor de Dios, y para que fortalezca del mismo modo nuestras voluntades para perseverar en el camino del bien, superando las dificultades que eso entraña, sin importar las incomprensiones y  las burlas que se suscitan cuando alguien quiere vivir en la honradez, en la limpieza, en la castidad y en una cierta pobreza voluntaria. 

Será el momento entonces de volver a las jaculatorias que tan olvidadas tenemos en la vida, proponiéndonos alguna de las muchas con las que podremos invocar a voluntad, a los cuatro vientos y en todas las circunstancias al Espíritu Santo de Dios,  “Espíritu Santo, fuente de luz, ilumíname”. 

Hoy, día de Pentecostés, coronamiento de la obra redentora de Cristo, culminación de su entrega en bien de todos los hombres, culmen de su misterio Pascual, pedimos un gran amor a la Iglesia, fundada por Cristo para extender su Reino, y que nació precisamente en un día como hoy, de su costado herido en lo alto de la cruz, de la entrega de su Espíritu a los Apóstoles y de su manifestación pública y gloriosa en Jerusalén, a los cincuenta días de su propia Resurrección. “Espíritu de amor y de consuelo, da la paz, el amor y la unidad a todos los hombres.