Solemnidad de la Santísima Trinidad

Juan 3, 16-18: No queremos pensar, queremos vivir y experimentar la Trinidad en nuestras vidas

Autor: Padre Alberto Ramírez Mozqueda

 

 

La  Trinidad no es para ser pensada, sino para ser experimentada. Esto va con el hombre de hoy que en muchas ocasiones se declara ateo porque no ha visto a Dios pero que más bien puede ser catalogado no de ateo sino de idólatra, pues ciertamente no le da a Dios el lugar que le corresponde en su vida, pero tiene sus propios diocesillos a los que le da un mejor culto que al verdadero Dios.  

Esos diocesillos, y exigentes por cierto, pueden ser el propio cuerpo, que exige alimentación,  techo, bebidas, cremas, pinturas, ejercicio, perfumes, ropa, comodidades, viajes, belleza, bailes, diversiones, o pueden ser placeres que van desde un equipo de fut al que hay que sacrificarlo todo, o botellas consumidas en compañía de los amigos, hasta el placer sexual elevado a su máxima potencia, aún desgajado de su función natural. O puede ser también el afán de poseer, de comprar, que ahora es satisfecho con las tarjetas de plástico que te dan desde 6 o 12 o hasta 18 meses para pagar, aunque esto nos aleje de los que no son capaces de poseer ni siquiera una tarjeta de crédito, porque las necesidades básicas, imperiosas, no son suficientemente satisfechas. Así haríamos eterna la lista de diocesillos del hombre de hoy, por lo que mejor nos detendremos en el verdadero Dios que se nos ha manifestado porque nos quiere y nos ama, con un amor eterno y a todas luces transparente, en esta fiesta que es como una prolongación  de la temporada pascual y que de alguna forma concluye esta festividad  que se ha prolongado para los cristianos por largos cincuenta días. Para eso nos serviremos del Himno de las primeras vísperas de la Fiesta de la Santísima Trinidad : 

Cantad y alabad al Señor,

Que nos ha dicho su nombre,

Padre y Señor para el hombre,

Vida, esperanza y amor.  

Entre las grandes revelaciones de Cristo sobre la intimidad de Dios que se ha querido manifestar a los hombres, está el hecho de haber podido llamar Padre a su Dios y hacer que nosotros a la vez pudiéramos considerarlo ya no solo el Creador del universo, sino ser llamado Padre en la intimidad del corazón humano. Qué gran diferencia entre Moisés, que a pesar de que Dios se le manifestaba: “Yo soy el Señor, el Señor Dios, compasivo y clemente, paciente mi misericordioso y fiel”, de todas maneras tenía que caer de rodillas, postrado, dando gloria a aquél que se manifestaba como defensor de su pueblo. Hoy hemos devaluado la autoridad del padre, no queremos saber de autoridad, pero siempre será buscado en la intimidad, quién quiera darle sentido a nuestra vida,  para llegar a suplicarle al Señor, como el mismo Moisés: “Si de veras he hallado gracia a tus ojos, DÍGNATE VENIR AHORA CON NOSOTROS, aunque este pueblo sea de cabeza dura, perdona nuestras iniquidades y pecados, y tómanos como cosa tuya”.  

Cantad y alabad al Señor,

Hijo del Padre, hecho hombre:

Cristo Señor es su nombre.

Vida, esperanza y amor.  

Cristo el enviado, el Ungido, el Señor, será desde su muerte y su resurrección el nombre de Jesús, el hermano, el que muestra el amor entregado del Padre que no duda en darnos lo más valioso de sí, su propio Hijo. Qué interesante que la frase más elevada, la más excelsa, la más esclarecida de todo el Nuevo Testamento, la que más nos honra, haya sido pronunciada o pensada en medio de la noche, al calor de una fogata, probablemente en la casa de Cristo, en Cafarnaúm, ante un hombre que confiaba en él, pero que le había buscado precisamente de noche, amparado por las tinieblas. Cristo lo iluminó, y de paso nos iluminó a nosotros con un resplandor que no acaba nunca de asombrarnos: “Tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga la vida eterna. Porque Dios no envió a su  Hijo al mundo para condenarlo, sino para que el mundo se salvara por él”. 

Es la “operación rescate” del Padre para todos los mortales, para la cuál envía nada menos que a su propio Hijo, pero no para señalar con el dedo, para acusar, para condenar, sino para levantar al hombre, para rescatarlo, para perdonarlo, y para envolverlo tiernamente  con calientes lienzos  de amor, como cuando un hombre aterido de frío, es rescatado de las gélidas olas de un mar embravecido.   

Cantad y alabad al Señor,

Divino don para el hombre

Santo Espíritu es su nombre,

Vida, esperanza y amor.  

Para que haya amor se necesitan tres, el amante, el amado y el amor. En el caso de la Trinidad, el amante es el Padre, el amado es el Hijo y el amor es precisamente el Espíritu Santo que va a fundir, como Espíritu,  en uno solo,  el amor entrañable del Padre y del Hijo. Los teólogos dirían que es una sola naturaleza que origina tres personas iguales. Dios se expande en tres y se resuelva en uno. El padre y el Hijo se encuentran y se abrazan en el Espíritu. El domingo pasado hemos llamado al Espíritu Santo “dulce huésped del alma” y hoy tenemos que invocarlo nuevamente para ser en nuestras vidas, semejantes al Padre que nos ama incondicionalmente, y semejantes al Hijo que gratuitamente y sin merecerlo, nos ha amado hasta lo último. Si queremos ser amantes y fieles a la Trinidad Santa de Dios, no tendremos que tener un gran cuidado por entender los entresijos de Dios, sino intentar reproducir en nuestra vida y en nuestra sociedad, ese amor entrañable que se viven en el seno de la Trinidad.  

Cantad y alabad al Señor,

Él es fiel y nos llama,

Él nos espera y nos ama.

Vida, esperanza y amor. Amén.  

Ser cristianos y creyentes hoy, será salir al paso del Dios fiel y bondadoso, que viene a nuestro encuentro para ofrecernos amor, para ofrecerse como el amante y como el que nos enseña a amar a los demás, hasta entregar la propia vida, como él lo hizo una sola vez en lo alto de la cruz, y que convirtió su sacrificio en una levadura que a todos los alcanza y que nos envuelve en un solo amor, invitándonos a reproducir en nuestra vida lo que viviremos en el seno de la Trinidad: una vida de amor.