XV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Mateo 13, 1-23: Sembrando semillas de Amor en el asfalto

Autor: Padre Alberto Ramírez Mozqueda

 

 

Hay momentos en nuestra vida,  en que lejos de tirar la toalla y ponerse a llorar porque las cosas no salen como habíamos planeado, mejor nos ponemos a soñar y a urdir cómo saldrán las cosas una vez que hayamos afrontado y vencido en los problemas. Fue lo que hizo Cristo. Las multitudes lo buscaban, había llegado a serles imprescindible, pero él sabía que había mucha apariencia en la respuesta en el ánimo de las gentes. Sí, lo escuchaban y con avidez y lo observaban y observaban sus manos cuando bendecía los panes y los pescados, pero cuando al día siguiente les anunció otro pan, un pan que sería su propio cuerpo, las gentes se burlaron de él y lo abandonaron, así como lo oyen, lo abandonaron, y Jesús sentía que sus enemigos poco a poco pero sensiblemente iban cerrando el cerco sobre su persona y su misión. Por eso Cristo se permite soñar, soñar en voz alta y soñar despierto, imaginando el momento en que el Reino de Dios sobre la tierra fuera una agradable realidad, y la semilla sembrada por él en el corazón de los hombres hubiera producido frutos abundantísimos. Cristo se atrevía a soñar que aunque la muerte lo asechara, nadie y en ninguna circunstancia podría detener la vida que brotaría a borbotones hasta hacer de todos los pueblos uno solo unido en el amor, en la paz y en la sana convivencia. Todos en el Reino  de Dios. Cristo se sentía como el maestro que esparce en el aula la semilla de la verdad y del saber y aunque sabe que la repercusión que tendrá en la mente y en el corazón de cada uno de los alumnos sea distinta, se regocija interiormente del día en que el examen demuestre que su labor no ha sido infructuosa y pueda presentar al mundo nuevos profesionistas.

Las parábolas de Cristo que comienzan a hacer su aparición a mediados de su vida pública, están henchidas de esperanza porque sabe que aunque la oposición a su Palabra sea fuerte, no lo será tanto como la fuerza que ella lleva gracias al poder  del Espíritu Santo que la impulsa, tal como lo decía Isaías, muchos siglos antes de la venida de Cristo: “Como bajan del cielo la lluvia y la nieve y no vuelven allá sino después de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar, a fin de que dé semilla para sembrar y pan para comer, así será la palabra que sale de mi boca: no volverá a mí sin resultado, sino que hará  mi voluntad y cumplirá su misión”. El fracaso de Cristo pudo ser aplastante, aparatoso, pero su vuelta a la vida sería fuera de toda imaginación y de toda previsión. Con él, la humanidad saldría gananciosa, a pesar de la oposición que le manifestó en vida mortal.  

El aparente fracaso  de Cristo en su vida, es el mismo que asecha a su Iglesia, que aunque cuenta con la protección del Espíritu Santo de Dios y con la presencia diaria de Cristo en ella misma, en sus sacramentos y sobre todo en la Eucaristía, no por eso se verá dispensada de dar su cuota de fracaso y de aceptación del dolor en sus miembros, como un paso obligado a la alegría y el gozo de la resurrección de su Señor en cada uno de sus cristianos.  

Hay una alegría  indescriptible y una fuerte dosis de esperanza en las palabras de los Obispos representantes de la Iglesia de toda América, que se habían detenido ampliamente en las sombras que oscurecen el manto y el rostro de la Iglesia en América, pero que pueden exclamar de esta manera en el final del Documento de la Quinta Conferencia Episcopal de Aparecida, que mis lectores ya conocen y que quiero transcribir al pie de la letra:  

“Esta V Conferencia, recordando el mandato de ir y de hacer discípulos (cf. Mt 28, 20), desea despertar la Iglesia en América Latina y El Caribe para un gran impulso misionero. No podemos desaprovechar esta hora de gracia.

¡Necesitamos un nuevo Pentecostés!

¡Necesitamos salir al encuentro de las personas, las familias, las comunidades y los pueblos para comunicarles y compartir el don del encuentro con Cristo, que ha llenado nuestras vidas de “sentido”, de verdad y amor, de alegría y de esperanza! NO PODEMOS QUEDARNOS TRANQUILOS EN ESPERA PASIVA EN NUESTROS TEMPLOS, sino urge acudir en todas las direcciones para proclamar que EL MAL Y LA MUERTE NO TIENEN LA ÚLTIMA PALABRA , que el amor es más fuerte, que hemos sido liberados y salvados por la victoria pascual del Señor de la historia, que Él nos convoca en Iglesia, y que quiere MULTIPLICAR EL NÚMERO DE SUS DISCÍPULOS Y MISIONEROS EN LA CONSTRUCCIÓN DE SU REINO EN NUESTRO CONTINENTE. Somos testigos y misioneros: en las grandes ciudades y campos, en las montañas y selvas de nuestra América, en todos los ambientes de la convivencia social, en los más diversos “areópagos” de la vida pública de las naciones, en las situaciones extremas de la existencia, asumiendo hacia todos los pueblos  nuestra solicitud por la misión universal de la Iglesia”. 

Así, ya mis lectores estarán preparados para ir leyendo con sus propios ojos la Parábola del Sembrador en el capítulo trece del Evangelio de San Mateo, que huele a hierba verde, a campo mojado y húmedo, a cosecha ya próxima. Léanla completa, se los recomiendo. Les va a ganar el corazón ya desde su inicio: “Salió una vez un sembrador a sembrar…” para que sin detenernos demasiado en las dificultades que las semillas encontraron para dar fruto, “unos granos cayeron a lo largo del camino…otros cayeron en terreno pedregoso…otros cayeron entre espinas”,  cada uno de nosotros nos aprestemos a preparar el campo del propio corazón para que la cosecha sea abundante: “unos granos cayeron  en tierra buena y dieron fruto: unos ciento por uno, otros sesenta, y otros treinta”.