XV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Mateo 13, 1-23: Sembrando semillas de Amor en el asfalto

Autor: Padre Alberto Ramírez Mozqueda

 

 

“Hola, Padre Alberto. Al paso por su ciudad, he admirado la belleza de sus templos, sus altares, pero sobre todo sus gentes, entre los que encontré gente que va con un gran interés por la Palabra de Dios, pero también observe a muchas gentes que oyen pero como que no entienden y participan pero como si estuvieran ausentes. Un detalle de mi vida puede ser un poco de luz”. Así nos escribe Raymundo, al que damos las gracias por su atenta cartita. Pero continuemos con su mensaje. “Tengo 34 años, nací en el DF y ahí con la ayuda de mi padre que vendía periódicos en una estación del Metro y trabajos hechos aquí y ahí, logré terminar mi carrera de Leyes. Por contactos de amigos, logré ingresar a Relaciones Exteriores, y poco tiempo después estuve colaborando en varias embajadas mexicanas. La última fue en Francia. Todo me sonreía en la vida.

Una noche, al regreso de la ópera, en pleno centro de Paris, acompañado por mi novia, fui herido de consideración, y aunque rápidamente fui atendido, uno de mis pulmones fue dañado severamente. No solo me aconsejaron sino que me mandaron por un tiempo a la campiña francesa, para respirar aire puro y buscar mi propio restablecimiento. Yo me resistí hasta donde pude, porque del campo y de agricultores solo sabía que existían y ya. Fui enviado a una de las regiones más bellas, donde no había ni teléfono, ni diarios, donde la gente solo se dedicaba a la labranza con un empeño que a mí me dejaba admirado. Debo decir que yo me consideraba hasta entonces un buen cristiano. Aún en tiempo de universidad, y contra las burlas de mis compañeros, me preciaba de no faltar nunca a misa, a dejar unas cuantas monedas en el canasto de la Iglesia y aún me daba el lujo de ayudar a algún pordiosero en la puerta de la Iglesia. Pero no iba más allá.

Un día tome distraídamente la Biblia de la familia donde me hospedaba, un texto bastante hojeado, pues se veía que todos la usaban. Y ahí me tienen leyendo el Salmo 64: “Señor, tú cuidas de la tierra, la riegas y la colmas de riqueza. Las nubes del Señor van por los campos, rebosantes de agua, como acequias. Tú preparas las tierra para el trigo: riegas los surcos, aplanas los terrenos, reblandeces el suelo con la lluvia, bendices los renuevos”. Al principio no veía la relación que esto pudiera tener en la vida de las familias del pueblo donde me encontraba, y menos con mi propia vida. Pero al ver el empeño y la dedicación de esas gentes por sus campos, comprendí la grandeza de la Creación, que se resiste a dar tan fácil sus frutos, pero que se deja moldear por la mano del hombre que confía en su Creador, para conjuntar varias cosas a fin de tener los frutos apetecidos: la lluvia, la temperatura, la ausencia de plagas y de animales nocturnos. ¡Y había que ver la alegría de aquellas gentes el día de la cosecha! No me imaginaba que tanto esfuerzo pudiera dar lugar a una abundante cosecha que llenaba los graneros de aquella gente.

Pero aún tendría mucho que aprender en mi vida, pues en esa misma Biblia familiar encontré varios pasajes referidos todos ellos a la Palabra de Dios que hoy tiene tantos adversarios. Me encontré con el ejemplo de los hombres que construyen uno su casa sobre roca y el otro sobre arena, y reparé también en el pasaje donde dos hermanas reciben a Jesús, de las cuales una se dedica a atender los menesteres para darle de comer, y la otra es felicitada por haberse quedado escuchando al Maestro.

Pero sobre todo mi atención recayó en una parábola que a mí me pareció muy hermosa, pues hablaba de un sembrador que salió gustoso a sembrar su semilla, una semilla que fue esparcida al viento, de la cual unos granos cayeron a lo largo del camino, otros en terreno pedregoso, que tenia poca tierra, poca profundidad, otros cayeron entre espinos que hicieron difícil su crecimiento, y otros cayeron en buena tierra y dieron fruto abundante. Eso me hizo pensar que Cristo estaba consciente de que su palabra no siempre llegaba al corazón de esas gentes que le escuchaban pues entre ellos había gente que iba a escucharlo, pero para criticar, e incluso para echar por tierra y sabotear su predicación, y había otras gentes que oían pero que no escuchaban, gentes en las que Jesús provocó cierta admiración, pero que no cambió, no se decidió, no se convirtió. Y era de admirarse, pues era un pueblo preparado desde siglos atrás por los profetas y sabios para ese magno acontecimiento del encuentro con la palabra de Cristo y dejaron pasar la ocasión. Se cerraron a la palabra de Jesús. Qué extraño debe haber sido esto para Jesús.

Todas estas consideraciones me fueron llevando a volver sobre mi misma vida, pues si bien dije que era un buen cristiano porque no había robado a nadie, la verdad era que no había reparado que la Palabra que se me anunciaba cada mañana de domingo iba dirigida a mí, y que la Eucaristía que se me ofrecía, yo la había rehusado pensando que era para otras gentes. En verdad no había escuchado a Jesús, simplemente lo había oído, pero nunca había permitido que esa Palabra penetrara profundamente en mí hasta convertirme en un verdadero discípulo de Jesús. Fue un descubrimiento sensacional, propiciado por la tranquilidad de los campos y de sus buenas gentes, que me hicieron seguir leyendo el Salmo 64: “Tú coronas el año con tus bienes, tus senderos derraman abundancia, están verdes los pastos del desierto, las Colinas son flores adornadas. Los prados se visten de rebaños, y los valles se engalanan de trigales. Todo aclama al Señor. Todo le canta”.

Ahora puedo dar gracias a Dios por esa bendita enfermedad que me hizo encontrarme con él, con su Palabra, con su salvación, con su mirada plena de amor para con los suyos. Después de mi recuperación reanudé el hilo de mis actividades, pero ahora con nuevos bríos, con una nueva mentalidad, poniendo las cosas en su lugar, dando la importancia al trabajo pero teniendo ahora un deseo grande de que la Palabra que Dios sembró en mí, encuentre buen terreno, para que pueda dar el ciento por uno para mí, para la que será mi esposa, para los hijos en los que estamos soñando, y para este mundo que está estrenando siglo y milenio”.

Así termina Raymundo su mensaje, y el nuestro también.