XVII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Mateo 13:44-52: ¿El Rey Salomón...palacios…riquezas…mujeres…lavado de dinero?

Autor: Padre Alberto Ramírez Mozqueda

 

 

El Rey David, inmortalizado en el libro de los Reyes, fue un rey guerrero que se dedicó a extender las fronteras de su nación, a construir las murallas de su gran ciudad Jerusalén, y que tuvo la feliz ocurrencia de construirle un templo magnífico al Señor, para que el arca de la Alianza ya no residiera en una simple casa de campaña mientras el Rey ya tenía su palacio. Le sucedió en el trono su hijo Salomón. Siempre me había caído bien su sabiduría y su prudencia, como nos contaban en el catecismo. Uno se quedaba admirado por ejemplo  cuando aquellas mujeres se peleaban por una criatura y cuando fueron a ver al rey, sentenció que la criatura fuera partida en dos, y que fuera dada la mitad a cada una. Por supuesto que la verdadera madre renunció a la parte que le hubiera correspondido y cedió su derecho, para que su muchachito pudiera seguir viviendo aunque fuera de ella. ¿De dónde le vino a Salomón esa sabiduría? Le vino en los primeros días de su reinado, y de una manera muy curiosa, pues una noche, en sueños, se le apareció el Señor  Dios y en atención a su padre David, se comprometió a darle lo que él pidiera. Curiosamente no pidió nada de lo que este mundo puede proporcionar, sino que pidió sabiduría para guiar a su pueblo, para administrar justicia, pues el se sentía sólo un muchacho, sin saber como actuar al frente del pueblo, que el imaginaba “tan numeroso, que era imposible contarlo”. La petición fue bien recibida por Dios, que se admiró de que no le hubiera pedido “ni una larga vida, ni riquezas, ni la muerte de sus enemigos, sino sabiduría para gobernar” por eso, a continuación le dijo: “yo te concedo lo que me has pedido”. Y le fue concedida la sabiduría. pero además: “Te voy a conceder, lo que no me has pedido: tanta gloria y riqueza, que no habrá rey que se pueda comparar contigo”.

 

La primera vez que leí, allá por mis trece lejanos años,  el texto de Salomón, sus hazañas, la construcción del magnífico templo que le construyó al Señor, la profunda oración que dirigió el día de su dedicación y la forma como fue administrando a su pueblo, me encantó. Pero mi sorpresa fue mayúscula cuando continué leyendo y después de todas las riquezas de que disfrutaba, de los placeres que se le habían concedido, después de haber sido reconvenido por el Dios de los cielos de abstenerse de toda corrupción, de cumplir con los preceptos, mandatos y leyes que se le daban, al fin de sus días, lleno de bienes, se apartó de tales mandatos, se dio a la buena vida, con un magnífico harem de mujeres, y lo que me parecía inconcebible, que hubiera aceptado dar culto e incensar a los ídolos, a los falsos dioses, frente al Dios verdadero que lo amaba profundamente.

 

¿Cómo fue posible esto? Pues aunque las riquezas de que disfrutó le hubieran sido concedidas por el Señor, no dejaban de ser tentadoras para él, uno de los tres enemigos del alma: la riqueza, el dinero, verdadera polución  atmosférica que intoxicó a su  persona sin que se diera cuenta, pulpo de infinitos tentáculos que llegan a aprisionarlo todo. Y sus otros dos enemigos fueron por una parte el poder que corrompe y sacrifica sin escrúpulos a personas, familias derechos humanos,  libertad y bien común. Funciona como un severo puño de hierro, aunque a veces use, para dulcificarse, mullidos guantes de esponja.  Y el tercer enemigo fue el placer, agazapado tras el embozo  del bienestar, alcanza esta impresionante y preocupante altura: importa más tener bienes que ser auténticamente hombre.  No hay ningún párrafo laudatorio en la Biblia sobre el final del Rey Salomón, simplemente dice que fue enterrado en la ciudad de David su Padre y que a su muerte el reino de Israel quedó dividido en dos, tocándole apenas una parte a los sucesores del Rey David. ¡Qué triste final de un hombre al que le fue concedida la sabiduría del corazón, y que desbarró su vida, dejando la perla preciosa de la amistad de Dios para correr tras colorines que no tenían valor ni belleza!

 

Salomón, entonces, sin quererlo, se ha convertido en un símbolo del hombre de hoy, seducido por la técnica, los inventos, los adelantos, por un lado, y por otro, el disfrute de los placeres, de la comodidad, sobre todo en ciertos sectores y en ciertas naciones. Pero un hombre que no sabe a dónde va, que ha perdido el sentido de la vida y que en muchos casos ya no espera nada de ella, además de que también los adelantos sólo han servido para separar unos hombres de otros, pues  por ejemplo en la medicina, en México, tenemos lo último en tecnología para unos pocos, pero  muchas gentes siguen pretendiendo curarse con dos "mejorales" y una coca. Es en este momento que pueden entrar como una luz en la oscuridad, dos de las parábolas más pequeñas de Cristo  pero que tienen un profundo sentido esperanzador. La primera:

“El Reino de los Cielos se parece a un negociante que se dedicaba a buscar perlas finas;  y al encontrar una de gran valor, fue a vender todo lo que tenía y la compró”.

 

El Reino de los Cielos en el mensaje de Cristo ocupa toda su vida, a él entrega toda su existencia y a él quiere encaminar a todos los que el Buen Padre Dios le encomendó. Al final descubriremos que él mismo es el Reino o mejor el Reinado. Él llena todas las aspiraciones del hombre. Pero a éste le toca, en la fe, llegar a descubrirlo como la perla a la que puede entregar toda su vida, por  la que vale la pena desprenderse de todo, por la que muchos hombres han dado su vida. Esa perla está escondida entre otras muchas que aparentan con su colorido y que incluso pueden llegar a brillar temporalmente con más intensidad y brillo, pero que al final se muestran incapaces de llenar ese deseo puesto muy adentro en el hombre, el deseo de la felicidad, la felicidad total, que no se extingue, no se apaga y no se escapa como la arena en las manos del hombre.

 

La segunda: “El Reino de los Cielos se parece a un tesoro escondido en un campo; un hombre lo encuentra, lo vuelve a esconder, y lleno de alegría, vende todo lo que posee y compra el campo”.

 

Qué tan leal sea la actitud del que encuentra el tesoro, lo vuelve a esconder y empeña hasta la camisa para llegar a poseer el terreno y por ende el tesoro, no lo sé.  Pero sí me imagino la alegría de aquél hombre  que de simple asalariado, cansado por el peso del día y del calor, un día puede asegurarse por el resto de sus días una condición digna de hijo de Dios. ¿No sería esta la alegría que tendría que embargar a todo cristiano que ha tenido la dicha de encontrarse con Cristo, con la cercanía de su Cuerpo que asegura la entrada total al Reino de los cielos? ¿No será esta la alegría que se experimenta al encuentro con Cristo Crucificado pero que da ya desde este mundo, esperanza cierta de caminar con él mismo ya Resucitado?