XVIII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Mateo 14, 13-21: ¿Qué a la Iglesia no le toca dar de comer a los pobres…?

Autor: Padre Alberto Ramírez Mozqueda

 

 

¿No te conmoviste cuando eras chico imaginando cómo en alguna ocasión Cristo multiplicó  milagrosamente los panes y los pescados para alimentar a las multitudes?  

Lo que parece muy propio para encender la imaginación de los niños, tiene un mensaje particularmente importante para nosotros los adultos: cuando llegó la noticia de la muerte de Juan el Bautista, Cristo quiso prepararse para la siguiente etapa de su ministerio, porque eso era un presagio de lo que le ocurriría a él mismo, y por eso determinó retirarse a un lugar apartado y solitario. Ahí quería templar su ánimo para la entrega de su vida y de su Cuerpo en lo alto de la cruz. Por eso tomó una barquilla, y con sus discípulos siguió con rumbo desconocido.  

Pero el deseo de Cristo estuvo lejos de cumplirse porque las gentes que lo vieron marcharse en la barca, como el lago no es muy grande, bordeando por la orilla, le ganaron la partida y cuando la barca llegó a tierra, ya las gentes lo estaban esperando en grandes cantidades, alguno de los apóstoles hablan de cinco mil hombres además de las mujeres y los niños. Llegado este momento, San Mateo nos transmite la profundidad del corazón de Cristo al decir que “al ver aquella multitud, Jesús se compadeció de ella y curó a los enfermos”. ¡Ese es el verdadero corazón de Cristo, compadecido de los hombres, de su pobreza, de sus cuerpos llagados y enfermos, de sus ánimos destrozados por la maldad de los mismos hombres! Lejos está el Cristo que nos habían presentado, interesado en salvar “nuestras almas”, cuando él viene a salvar al hombre entero, al hombre que tiene un alma inmortal, pero también un cuerpo que tiene necesidades materiales que satisfacer. Bien lo expresa el Concilio Vaticano II  al decir: “Habiendo en el mundo tantos hombres y mujeres oprimidos por el hambre, el Sagrado Concilio urge a todos, particulares y autoridades, a que, acordándose de aquella frase de los Padres: “alimenta al que muere de hambre, porque si no lo alimentas lo matas”, según las posibilidades de cada uno, compartan y empleen realmente sus bienes, sobre todo proporcionándoles, tanto a los individuos como a los pueblos, ayuda para QUE PUEDAN AYUDARSE  Y DESARROLLARSE ELLOS MISMOS”. (G.S. 69). 

En este punto hay que recordar que ante acontecimientos particularmente  alegres, nos olvidamos momentáneamente del alimento, y eso fue lo que ocurrió con la multitud, estaban de tal manera contentos por el acontecimiento del encuentro con Jesús que nadie se dio cuenta de que se estaba haciendo tarde. Los que lo notaron fueron los Apóstoles, pero con muy mala táctica pues pensaban que la labor de Cristo ya estaba cumplida y con creces, como el político que dirige una acalorada arenga  a sus seguidores y luego se retira a un banquete opíparo que ya le tienen preparado con anterioridad. Por eso le propusieron  a Cristo que despidiera a  la multitud para que fueran a los caseríos cercanos para “comprar” algo de comer. Esto encendió el ánimo del Señor que con un particular brillo en los ojos les ordenó: Nada de que se vayan, nomás eso faltaba, “Denles ustedes de comer”.  Qué gran diferencia con  el despectivo: “que vayan a comprar qué comer”, al “No, señores, ustedes van a buscar cómo alimentarlos”. ¡Qué gran paquete para nuestra Iglesia, para que no se contente con espetarle a sus hijos cada domingo un deslucido sermón, y luego dejarlos marchar como si nada hubiera ocurrido! Y no se vale decir que el papel de la Iglesia es netamente espiritual y que los trabajos materiales y los proyectos para erradicar el hambre en el mundo les toca a otras gentes. No. Eso es también tarea de los cristianos, y precisamente de ellos, pues ellos son los responsables directos del cambio necesario en el mundo para que el pan que fue dado para todos los hombres llegue verdaderamente a las mesas de todos los hombres. Queda clarito que el Señor no estaría contento con un vano y esteril sentimiento de compasión hacia los que sufren. Es necesario dar un paso más allá. Nuestras Eucaristías dominicales serían nuevamente una cueva de fariseos, si no surgieran de ahí proyectos para hacer llegar la ayuda a los que viven en graves dificultades, tomando en cuenta que las condiciones actuales del mundo ha creado nuevas pobrezas y nuevos excluidos.  

Después del agarre con los Apóstoles y la aclaración de lo que Cristo pide de los suyos, lo que viene a continuación parece pan comido. Los Apóstoles, sin saber aún lo que estaba por ocurrir, llevaron ante Jesús los panes y los pescados que un muchacho generoso quiso poner a su servicio, para alimentar a alguna de las madres, o a algunos de los pequeños que estaban presentes, sin imaginarse lo que Cristo era capaz de hacer. Con los panes y los pescados ofrecidos, Cristo hizo en primer lugar que las gentes se sentaran sobre el pasto. Y luego viene una serie de gestos que nos recuerdan a la Eucaristía, que de hecho Cristo prefiguró en esa ocasión, y de la que habló con toda claridad al día siguiente: “Cristo tomó los cinco panes y los dos pescados y mirando al cielo, pronunció una bendición, partió los panes y se los dio a los discípulos para que los distribuyeron a la gente”. Todos comieron, se saciaron, cargaron en sus morrales, y quedaron muchos canastos llenos de sobras.  

Debo decir finalmente que ahora ya no me sorprende el gesto milagroso de Jesús, sino el hecho de haber aceptado el ofrecimiento del joven para repartir sencillamente el alimento entre tantas gentes. Esto será para nosotros la lección. Si todos los hombres y las naciones que tienen supieran compartir un solo día de lo suyo, por mucho tiempo no faltaría el pan en la mesa de los pobres. ¿Porqué no comenzar por nosotros el día de hoy dando para hacer la felicidad de otras gentes? 

Tu amigo el Padre Alberto Ramírez Mozqueda