XIX Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Mateo 14, 22-33 ¿Cristo usaba esquís acuáticos para desplazarse sobre el agua?

Autor: Padre Alberto Ramírez Mozqueda

 

 

El día de la multiplicación de los panes y los peces proporcionados a Jesús por un joven desconocido, fue un día de gloria para los apóstoles. Después del momento estremecedor que Cristo les hizo pasar al pedirles que ellos mismos dieran de comer a los miles de gentes que se habían reunido para escucharle y ser curados por él, pudieron pasearse a sus anchas por entre la multitud, repartiendo a manos llenas los panes y los pescados que Cristo les iba proporcionando. Todos los felicitaban y se congratulaban con ellos. Pero poco les duró el gusto, pues en seguida Cristo les señaló con toda premura la barca en que tendrían que irse, ellos solos, ya de noche, mientras él se quedaba despidiendo a las gentes y dedicado poco después a la oración, huyendo también él de la alabanza de tantas gentes que se sentían  satisfechas por el alimento que providencial y gratuitamente se les había suministrado.  

Los apóstoles no eran gente fácilmente impresionable. Por lo menos el lago, la oscuridad y las tormentas  era lo que menos les impresionaba, pues casi todos ellos eran pescadores y toda su vida se la habían pasado entre las barcas y las redes. Pero esa noche, o mejor esa madrugada ocurrió algo extraordinario, que a nosotros también nos deja impresionados. No conozco en los Evangelios algo parecido. Jesús  nunca usó su poder como Hijo de Dios en provecho propio. Siempre en atención a los demás. Siempre a favor de los hombres. Nunca para su propia persona. Después de una larga noche en oración, Cristo hizo algo inusitado; “a la madrugada, Jesús fue hacia ellos, caminando sobre el agua. Los discípulos al verlo andar sobre el agua, es espantaron y decían: “¡Es un fantasma!” y daban gritos de terror”.  En esas cuantas pinceladas Mateo nos describe magistralmente la situación: Cristo Jesús como el Hijo de Dios se muestra señoreando sobre la naturaleza, concretamente sobre el agua, sobre el mar, en el que los antiguos veían la representación del mal. Como en otras ocasiones, también en ésta se muestra Cristo dueño de la situación. Antes había sido el agua convertida en vino, muchas veces la saliva le sirvió como vehículo para dar la salud, un simple tocamiento y las gentes quedaban curadas, incluso a distancia pudo curar a los enfermos, con el sólo mando de su voz. Y en esta ocasión, el agua le sirve como vehículo para acercarse a los suyos y a su barca. El rostro de Cristo debe haber reflejado una gran serenidad, y su mismo paso, acompasado, sin mucha prisa, marcaría el deseo de llevar paz a los suyos.  

Sin embargo, del otro lado, dado que nunca antes había ocurrido, todo era desconcierto y terror. A nosotros nos hubiera ocurrido lo mismo. Pero Jesús tenía una palabra que muchas gentes oyeron, José, el esposo de María, cuando su desconcierto de ver a su esposa encinta: “No temas, José…”. La mismísima Virgen María , cuando le anuncian que  podría convertirse en la Madre del Salvador, ante su natural desconcierto el ángel le dice: “No temas, María…”. Ahora les toca el turno a los apóstoles en medio del lago y al amanecer: “Tranquilícense, no teman, soy yo”.  Qué gran calma de debió obrar al instante en el corazón de aquellas gentes que seguían siendo sencillas y con una sensibilidad a flor de piel.  

Pero ahí no paró el asunto. Yo no acabo de entender porqué a Pedro, en esas circunstancias, se le ocurrió algo que me parece descabellado: “Señor, si eres tú, mándame ir a ti caminando sobre el agua”. Verdaderamente Pedro se descosió con una petición tan singular. Y Cristo aceptó, invitándolo a que se le uniera, ya que sólo los separaban unos cuantos pasos. Él se bajó de la barca y comenzó a caminar, con su propio asombro, pero apartando por un instante su mirada del Maestro, le entró miedo, sentía que se hundía hasta el fondo del lago y gritó desaforadamente: “Sálvame, Señor”. Para Cristo no tuvo ningún problema auxiliarlo, lo tenía tan cerca, que bastó tenderle la mano para ponerlo a resguardo, no sin reconvenirlo: “Hombre de poca fe, ¿porqué dudaste?”. El mensaje para Pedro, jefe de la cristiandad es mostrarle que él es el Señor del Universo, y de que él mismo, en la medida en que confíe en el Señor y no en sus propias fuerzas, podrá sacar adelante la barca de la Iglesia.  

Todo terminó cuando los apóstoles,  convencidos de aquella aparición misteriosa pero real de Cristo reconocieron  en él al mismísimo Hijo de Dios, al postrarse ante él diciendo: “Verdaderamente tú eres el Hijo de Dios”.  Antes de que lo olvide, hay que decir que aunque Cristo subió a la barca, y se hizo la tranquilidad en el lago y volvió la calma al corazón de cada uno de los apóstoles, eso no les libró de tener que seguir remando hasta llegar a la otra orilla del lago, a donde los había encaminado Jesús. Así tendrá que ser también nuestra vida, Cristo es el que da la paz, el que tiende la mano, el que produce sosiego, el que sube a nuestra barca, el que da seguridad a su Iglesia, pero eso no nos libra ni libra a la comunidad eclesial, de la necesidad de seguir remando, de seguir echando brazadas para que el mensaje de salvación y de paz de Cristo pueda llegar hasta el último de los mortales. Solo agregaría que el hecho de pertenecer a la Iglesia y de vivir en ella, no nos librará de los miedos naturales propios de  nuestra condición humana. Cristo mismo sintió miedo, y un miedo mortal, un pavor ante la inminencia de su muerte y de la crueldad de que fue rodeada. Pero Cristo no huyó, se quedó, se trepó a la cruz, aceptó la voluntad de su Padre, y logró la salvación para todos. En nuestra Iglesia habrá temores, dudas, momentos de insatisfacción, pero ahí está Jesús, ahí está el Salvador, y como Pedro, desde el fondo de nuestros temores, podremos gritarle con fe y con una profunda confianza: “Salvamos, Señor”, y podremos estar seguros de que esa salvación será nuestra y la paz será huésped perpetua de nuestro corazón.