XXIX Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Mateo 22, 15-21: ¡Mi Arquidiócesis no tiene ningún misionero, sacerdote diocesano, en tierras extranjeras!

Autor: Padre Alberto Ramírez Mozqueda

  

 

Aún está fresca en nuestras memorias esos juegos olímpicos que hemos vivido desde Beijing China. Después del maravilloso espectáculo que nos brindaron los organizadores en la sesión inaugural, vino un desfile esperado por todos, el de los participantes en los juegos. Por algunas horas estuvimos expectantes, esperando que apareciera por la puerta grande la delegación de nuestros respectivos países. Así fueron desfilando uno a uno los participantes de los cinco continentes, para brindarnos gratuitamente un espectáculo de varias semanas, con lo más representativo de la juventud de todo el mundo. Cuando el último de los participantes estuvo en la pista central, vino la gran alegría de verse reunidos, con todas las expectativas que cada uno de los participantes llevaban en sus corazones. Fue una gran fiesta. Algo que recordaremos por mucho tiempo.  

Así me imagino el día en que todos los participantes de nuestro mundo, todos los competidores de nuestro universo puedan entrar en la gran fiesta del cielo, para recibir la gran presea, el mejor lugar, el más cercano al corazón de nuestro Buen Padre Dios.  Se ha dicho que todos los que hemos venido a este mundo somos ya de por sí campeones, porque el espermatozoide que fecundó el óvulo de nuestra madre, fue el primero de muchos millones, el que venció en la  competencia inicial. De ahí comienza la carrera, tomando la estafeta de la vida, la cual  muchos han tomado y brillarán con la luz de Cristo, los santos,  pero con la luz de su propio esfuerzo y ahora los vemos como la luminarias de la Iglesia, colocándose  en los primeros lugares, por su ingenio, y su capacidad,  su constancia, y su perseverancia, igual que ocurrió con los muchachos y muchachas participantes en  las justas olímpicas. No todos llegaremos con   medalla de oro, pero todos esperamos participar en esa gran fiesta del cielo. Ahí estarán todos los hombres  de todos los continentes y de todas las épocas, formando una sola humanidad, con un solo trofeo, el lugar cerca del Buen Padre Dios, a su derecha, con Cristo a la cabeza. Esa será la gran fiesta.  

Pero para que ese deseo de Cristo de verlos a todos en el Reino de su Padre se haga realidad. tendremos que sudar mucho.  Hoy estamos celebrando el Domingo Mundial de las Misiones, DOMUND, para el cuál el Papa, al que los medios de comunicación y todos nosotros le hemos restado méritos simplemente porque no se parece a Juan Pablo II,  prepara siempre un mensaje, y en este año tiene afirmaciones contundentes: “Los invito a reflexionar sobre la urgencia persistente de anunciar el Evangelio también en nuestro tiempo…el mandato misionero sigue siendo una prioridad absoluta PARA TODOS LOS BAUTIZADOS, llamados a ser  “siervos y apóstoles de Cristo Jesús” en este inicio de milenio…evangelizar constituye la dicha y la vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda…este año, dedicado a San Pablo, es una magnífica oportunidad…PARA CADA UNO DE LOS FIELES, para propagar hasta los últimos confines del mundo el anuncio del Evangelio, “fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree…”. 

Son palabras muy fuertes del Papa que nos compromete a todos en  esa gran campaña de evangelización entre todos los hombres que haga llegar a toda la humanidad, la Luz del Evangelio pero tal parece, es una apreciación muy personal,  que nadie está interesado en que la esa Luz de Cristo llegue a todos los hombres, y los que estamos atrás del altar, podríamos estar más interesados no solo por hacer ceremonias muy bonitas, por asistir a bodas elegantes, por tener nuestros templos llenos, sin ver que más allá de nosotros hay muchas gentes que viven en la más espantosa de las pobrezas, la más espantosa de todas ellas, la pobreza de no conocer y aceptar a Cristo como el Salvador de todos los hombres, y delegamos todo el trabajo un puñado de hombres y mujeres heroicos, que lo han dejado todo, su patria, su terruño, su familia, sus costumbres, su cultura, para brillar en otros continentes como los grandes hombres que desarraigados de todo lo suyo, sólo quieren que Cristo sea la Luz del mundo. Por cierto, que cada año, en todo el mundo se “echan” a varios misioneros por odio a la fe. Su vida y su muerte pasa desapercibida para los cristianos, pues la atención del hombre de hoy es estadística, tantos muertos en un avionazo, tantos otros en un atentado, tantos más en una inundación o en un terremoto, que un misionero muerto en tierras lejanas no hace bulto ni alcanza a aparecer en los diarios que leen los hombres cada mañana. Su sacrificio de amor al amor de Cristo es sublime y nos impulsa a todos dar de lo nuestro aunque duela, como decía la Madre Teresa de Calcuta. A los obispos, el Papa les recuerda este año que su misión no se limita a las fronteras de su propia diócesis, sino que debe abarcar a todos los hombres, haciendo de su diócesis, una comunidad misionera, dando de sus mejores sacerdotes aunque se viva en medio de grandes limitaciones por el escaso número de sacerdotes o de vocaciones. Hasta donde yo sé, la Arquidiócesis de León, mi querida Arquidiócesis, dedicada a la Madre Santísima de la Luz, no tiene ni siquiera un sacerdote diocesano trabajando aunque sea temporalmente en tierras de misión, para iluminar la oscuridad de muchas gentes. Si hay misioneros y misioneras religiosos (as) e incluso seglares temporales, pero ningún sacerdote diocesano, a la manera que los quería el Papa Pío XII en aquel precioso documento que se llamó Fidei donum. 

Conviene cerrar esta reflexión del Domund, escuchando sencillamente uno de los párrafos de la preciosa exhortación del Papa: “Comprendemos que la actividad misionera es respuesta al amor con el que Dios nos ama. Su amor nos redime y nos impulsa a la missio ad gentes, (misión dirigida a los que no conocen a Cristo). Por tanto, Dios, que es Amor, es quien conduce a la Iglesia hacia las fronteras de la humanidad, quien llama a los evangelizadores a beber "de la primera y originaria fuente que es Jesucristo, de cuyo corazón traspasado brota el amor de Dios" (Deus caritas est, 7). Solamente de esta fuente se pueden sacar la atención, la ternura, la compasión, la acogida, la disponibilidad, el interés por los problemas de la gente y las demás virtudes que necesitan los mensajeros del Evangelio para dejarlo todo y dedicarse completa e incondicionalmente a difundir por el mundo el perfume de la caridad de Cristo”.  

Tu amigo el Padre Alberto Ramírez Mozqueda