XXX Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Mateo 22, 34-40: Un seguidor de Cristo que no amaba a sus hermanos

Autor: Padre Alberto Ramírez Mozqueda

  

 

Ahora presento a mis lectores otro testimonio que me han enviado: “Cuando pequeña mi madre no quiso verme por ser fruto de una relación ilícita, y me endilgó a los abuelos que como no pidieron ninguna nieta, me arrimaban cada trancazo que no se como llegué a crecer con tantas cuereadas que me daban. A golpes y a sombrerazos logré terminar mi secundaria, y más por escapar de casa que por verdadero amor o cariño, me uní a un amigo que conocí en la escuela. Creí que iba a salir de apuros, pero me llevé una gran decepción porque él comenzó a golpearme desde el primer día de nuestra convivencia y aunque llegamos a procrear tres hijos, siempre me humillaba y me decía que yo ni para la cama servía. Como no arrimaba para el pan de cada día, tuve que andar detrás de un hombre y de otro, lo que me trajo nuevos problemas, pues yo me enseñé a tomar y a drogarme, metiéndome en un callejón sin salida. Me sentía la mujer más infeliz del mundo y ya había perdido hasta mis hijos, de manera que llegué a pensar en el suicidio como para salir de una vez por todas de mi desgraciada situación. Un día que regresaba en la madrugada a un cuartucho que me servía de habitación, me vio una señora que vendía periódico, “mira cómo vienes, criatura del Señor”, oí entre sueños que decía, se compadeció de mí, me llevó a su casa, preparó un té para mí y me arropó y acarició mi frente hasta que yo me quedé profundamente dormida. Eso cambió mi vida para siempre, pues aquella mujer sin conocerme, me abrió las puertas de su casa y me recibió como si yo hubiera sido hija suya. Sentí que el mundo no puede ser tan malo mientras haya gentes que se compadezcan de otras gentes, y que nosotros podemos mejorarlo si hacemos como la señora que me abrió sus brazos y su casa. Me pasé varios días con una cruda moral espantosa, pero aquella mujer ya no me dejó, me propuso asociarme a su trabajo, acepté, comencé a trabajar ya sin gota de alcohol ni drogas en mi cuerpo, y con la confianza recobrada en mí misma, comprendí que esa mujer me estaba amando desde el corazón de Dios y que una vez levantada yo debía hacer lo mismo por mis hermanos. Hoy soy una mujer feliz, que ha recobrado a sus hijos, que vive para ellos y que además, en mi tiempo libre, puedo dedicarme como voluntaria en una parroquia que ofrece despensas a la gente más necesitada de la población”.

Esto que alguien que quiere conservarse en el anonimato me ha escrito, sirve maravillosamente para iluminar el texto evangélico que anunciaremos este domingo. Cristo ha contestado de maravilla a un fariseo que para ponerlo a prueba, le pidió que le recitara el primer mandamiento de la ley de Dios. “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente”. Pero Jesús no se quedó ahí, se fue de largo y le espetó al fariseo el segundo mandamiento: “Y el segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti miso. En estos dos mandamientos se fundan toda la ley los profetas”. Era importante para el fariseo ver si Cristo era un charlatán de entre tantos que aparecían por aquellos días, pero sobre todo porque entre tantos preceptos, 248 y 365 prohibiciones, era casi imposible saber que era lo que Dios pedía. Hay que recalcar que todos estos mandatos eran agregados que los hombres le habían hecho a la ley de Dios, pero no eran definitivamente lo que Dios quería de sus hijos.

En esa respuesta, están entonces clarísimas varias cosas, en primer lugar el mandamiento de amar a Dios sobre todas las cosas ocupa el principalísimo lugar y NO SE CONFUNDE con el amor al hermano, al prójimo. Segundo, el mandato del amor tiene un profundo colorido universal, en contra de lo que los hebreos pensaban: todo para los hebreos, nada para el resto de los pueblos. Tercero, Cristo da un paso que no había pensado el fariseo, y decide que desde entonces, el amor al hermano NO PUEDE SEPARARSE del amor a Dios. Esto es vital, porque lo que hizo rechinar los dientes de los fariseos, era que Cristo definitivamente traspasaba lo que ellos creían la voluntad de Dios para darse por completo a los hombres. Recuérdese que “los hombres más piadosos, los más religiosos del mundo, condenaron a Cristo, no porque negase el primer mandamiento, sino por la manera con que lo cumplía: ¡Al servicio del hombre!”(Ch. Duquoc).

Hoy, cuando la maldad arrecia en nuestra Patria mexicana y en el mundo en general, tenemos que volver a la limpieza, a la tersura, y a la bondad de los dos mandamientos del amor, parece ingenio decirlo, para recobrar la paz, la tranquilidad y el sosiego entre todos los hombres. Cada quien haga su parte, cada quién siempre en su parcela la semilla del amor y pronto tendremos el pan de la amistad, del servicio y de la generosa entrega como la de Cristo que ciertamente murió como el grano de trigo que muere, para dar el fruto abundantísimo de su propia resurrección.

Pbro. Alberto Ramírez Mozqueda.