I Domingo de Adviento, Ciclo B

Marcos 13, 33-37: ¡Abre tus manos ahora, antes de que te arranquen los dedos!

Autor: Padre Alberto Ramírez Mozqueda

  

 

Ante un mundo que nada espera, ante unos hombres que tienen miedo unos de otros, ante los poderosos que prometen una y otra vez acabar con la pobreza, o mejor con los pobres, apretando un poco más el pescuezo para que desaparezcan de una vez por todas de la tierra, el profeta Isaías inaugura el Adviento para los hombres de hoy, adelantándose varios siglos a la venida de Cristo: “Tú, Señor eres nuestro Padre y nuestro redentor: ese es tu nombre desde siempre”. ¡Qué gran afirmación! ¡Qué rotunda afirmación para el hombre de la calle que se esconde y saca la vuelta a los que se encuentran con él! Hay un Padre Dios. Hay quien vela por los suyos. Pero el profeta no está ciego, al hombre de su tiempo le hace ver que sus miserias, sus pobrezas y su alejamiento de la tierra de sus antiguos padres, ha sido a causa de sus propios pecados: “¿Porqué, Señor, nos has permitido alejarnos de tus mandamientos y dejas endurecer nuestro corazón hasta el punto de no temerte?... estabas airado porque nosotros pecábamos y te éramos siempre rebeldes. Todos éramos impuros… todos estábamos marchitos, como las hojas y nuestras culpas nos arrebataban, como el viento. Nadie invocaba tu nombre, nadie se levantaba para refugiarse en ti, porque nos ocultabas tu rostro y nos dejabas a merced de nuestras culpas”. ¿No es una descripción acertadísima de nuestro tiempo? Pero el profeta clama con fuerza y con profunda convicción: “Sin embargo, Señor, tú eres nuestro padre: nosotros somos el barro y tú el alfarero: todos somos hechura de tus manos… vuélvete, por amor a tus siervos…ojala rasgaras los cielos y bajaras…”.

¡Qué gran mensaje nos deja el profeta Isaías, muerto varios siglos antes de Cristo! ¡Qué gran pórtico para la venida del Salvador, del Hijo de Dios! pero no será el único que disponga los caminos del Señor, luego vendrá Juan el Bautista, duro, hiriente, casi despiadado, implacable con los pecadores. Y luego el bello contraste: María, la Madre del Señor, el mejor caminito para introducir al Hijo de Dios en el camino de los hombres. Cristo será el protagonista, el que viene, el que se establece entre los hombres, que se hace uno más de ellos, y que se hace y se cantea al lado de los pobres, de los sencillos y los desarrapados.

Él mismo nos invita en este primer domingo de Adviento, a esperarlo, a vigilar, a mantenernos despiertos, como el centinela o el portero, como buenos siervos a quienes su señor cuando se marcha de viaje, les deja encomendada su tarea a cada uno. Cuando venga, quiere encontrarles despiertos, aún en medio de la noche, porque llegará de improviso. Es la invitación del Señor, no sólo para esta Navidad, ni tampoco para el día final, para la hora de nuestra muerte, pues él no vino a enseñarnos a bien morir, sino a bien vivir, a vivir en el servicio, en la ayuda, en la fraternidad. Estamos viviendo días duros, en que el trabajo comienza a escasear, en que mucha gente es despedida de sus trabajos. No es el momento de cerrar la puerta y dejar que los demás se rasquen con sus propias uñas. Es el momento de compartir, de dar, de abrir nuestras manos, voluntariamente, gozosamente, ahora que podemos, antes de que te arranquen los dedos para quitarte tus anillos porque tienen hambre, como decía un santo Padre.

Pero esta espera a la que nos llama Cristo es una espera en el amor, como la vendimiante pone sus verduras en el suelo en espera de los marchantes, como el minero entra a las profundidades de la tierra para extraer los ricos minerales, como el barro espera ser estrujado, moldeado y tratado al fuego para convertirlo en una preciosa y fina vasija, o como los novios que esperan el momento para la caricia, para el abrazo, para el encuentro que les hará caminar juntos. “¡Ven, Jesús, a hermanar a los hombres para que podamos llamar todos Padre a nuestro Dios!”.