XI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
San Marcos 4,26-34: ¿Porqué es tan ingenuo Cristo en sus parábolas?Autor: Padre Alberto Ramírez Mozqueda
¿Qué pasa
con nuestro mundo? Hacemos campañas buscando erradicar la pobreza y la
violencia; hacemos conferencias mundiales en pro de la paz y de alimento para
todos los pueblos, pero ni la violencia disminuye, ni la pobreza ha sido
erradicada, la paz se ve más lejos cada día, además de que hay niños que hoy
mueren de hambre. ¿Y la Iglesia? La Iglesia, a pesar del algo grado de
credibilidad de que goza en el mundo, parece que va en declive. Se le cierran
las puertas en los medios de comunicación social, ella misma aún no se decide a
emplear los canales de comunicación que mueven al mundo. Muchas gentes se le
están yendo e incluso pastores se cambian de Iglesia como cambiar de camiseta, o
como los políticos se cambian de partido. En algunas naciones su labor se ve
impedida completamente. ¿Y Cristo? Cuando nosotros quisiéramos oírle hablar
sobre desarme mundial, sobre los experimentos en genética humana, sobre el
calentamiento global de nuestro mundo, sobre la desaparición de especies
animales, sobre las relaciones basadas en la justicia entre patrones y obreros,
Cristo se sienta ingenuamente a contarnos dos parábolas. Parábolas que hablan
una sobre un hombre que se puso a sembrar la semilla en el campo y se fue
sencillamente a esperar. No podía hacer absolutamente nada más. La tierra lo
hacía todo. La semilla iba germinando de día y de noche. Él solo podía abonar
la tierra, o defender la semillita de la plaga o los ratones. Pero nada más. Y
cuando llegó el tiempo se dedicó a cosechar los abundantes frutos y meternos en
sus graneros. La segunda parábola no es menos sencilla que la anterior, pues
habla de una semilla de mostaza que siendo de tamaño tan insignificante, llega a
ser un gran arbusto, tan grande que los pájaros lo buscan para anidar
entre sus ramas.
Las
parábolas de Cristo a primera vista nos parecen de muy poca valía, sin embargo
nuestra apreciación no es la correcta, porque no nos fijamos en las palabras con
las que Cristo comienza sus parábolas: “El Reino de los cielos se parece… ¿Con
que compararemos el Reino de Dios”. De manera que los ingenuos somos nosotros,
porque en esas parábolas sabias de Cristo él nos dejó grandes mensajes. También
para él, las cosas no iban bien. Su auditorio estaba disminuyendo, los enemigos
le iban cerrando el lazo en su cuello y pronto acabarían con él, y para colmo,
los judíos estaban firmemente convencidos de que la salvación y la liberación de
que él hablaba tendría que ser única y exclusivamente para los judíos. El
mensaje entonces es claro, los hombres solos no pueden contribuir u oponerse al
crecimiento del Reino de Dios, que tiene fuerza suficiente para crecer y
desarrollarse al grado que todos los hombres están llamados a la salvación en
Cristo.
Mis palabras no son tan
doctas como la de los Obispos en Aparecida: “No
podemos desaprovechar esta hora de gracia. ¡Necesitamos un nuevo Pentecostés!
¡Necesitamos salir al encuentro de las personas, las familias, las comunidades y
los pueblos para comunicarles y compartir el don del encuentro con Cristo, que
ha llenado nuestras vidas de “sentido”, de verdad y amor, de alegría y de
esperanza! No podemos quedarnos tranquilos en espera pasiva en nuestros templos,
sino urge acudir en todas las direcciones para proclamar que el mal y la muerte
no tienen la última palabra, que el amor es más fuerte, que hemos sido liberados
y salvados por la victoria pascual del Señor de la historia, que Él nos convoca
en Iglesia, que requiere muchos misioneros para la construcción
de su Reino en nuestro Continente. Somos testigos y misioneros: en las grandes
ciudades y campos, en las montañas y selvas de nuestra América, en todos los
ambientes de la convivencia social, en los más diversos “areópagos” de la vida
pública de las naciones, en las situaciones extremas de la existencia, asumiendo
ad gentes (hacia los que aún no conocen el mensaje
cristiano) nuestra solicitud por la misión
universal de la Iglesia”