XIII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
San Marcos 5, 21-43: La pugna de Jesús contra la enfermedad y la muerteAutor: Padre Alberto Ramírez Mozqueda
Jairo
siempre fue un miembro destacado en su comunidad, en la antiquísima Cafarnaum,
al grado que con el tiempo llegó a ser jefe de la sinagoga, un lugar y un
espacio muy importante para los judíos. Pero un día su única hija, de doce años
que era el encanto de su vida, comenzó a estar enferma, con una enfermedad que
no presagiaba un final feliz, y al mismo tiempo supo que Jesús, enemigo acérrimo
de la sinagoga, andaba por esos rumbos, con una fama bien ganada no sólo de
predicador, sino de gente buena que se interesaba por todo hombre que sufriera
cualquier enfermedad. El tiempo apremiaba, la vida de su hija era muy valiosa, y
comenzó a considerar la posibilidad de entrevistarse con Jesús buscando curación
para su hija. Eso sería traicionar su fe, su religión y quizá atentar contra su
posición económica, pero se decían tantas cosas de Jesús que decidió no en un
arranque sentimentalista, sino con una confianza que surgió de muy adentro de sí
mismo, plantearle a Jesús la curación de su hija. No fue difícil dar con Jesús y
cuando estuvo frente a él, se postró y le suplicó con todo su corazón que fuera
a imponerle las manos a su hija para que la curara. Jesús aceptó sin replicar.
Y ahí surgieron varias situaciones que atrasaron su llegada a la casa. Era
mucha la gente que acompañaba a Jesús y que hacía lento el trayecto. Y luego una
mujer… siempre la mujer, una mujer enferma, con flujo de sangre desde hacía doce
años, los mismos que tenía su hija, lo que la hacía impura, lo que la alejaba de
toda relación sexual y por lo cual era rechazada por su propia sinagoga. Ella
también rompió con todas las recomendaciones de su religión, no podía tocar a
nadie sin pecar, y se decidió a tocar el manto de Jesús con lo que consideraba
que quedaría curada. Lo hizo y lo consiguió, pero también consiguió que Jesús se
detuviera una vez más, descubriendo quién lo había tocado de esa manera tan
especial entre tanta gente, y cuando pudo darse cuenta de quién era, la felicitó
delante de todo mundo: “Hija, tu fe te ha curado. Vete en paz y queda sana de tu
enfermedad”.
En esas estaban, cuando
a Jairo le avisaron que ya su hija había muerto, que ya se habían contratado a
los flautistas y a las plañideras para que gritaran la tristeza, el duelo y la
muerte de su hija querida, y que por lo tanto ya no había porqué molestar a
Jesús. Pero ahora fue él el que tomó la iniciativa, y propuso seguir adelante,
mientras le decía a Jairo: “No temas, basta que tengas fe”. Cuando llegaron a
casa, Jesús, inflexible contra los que veían su presencia como un atentado
contra su economía, pues ya no tendrían paga por llorar a la puerta de la
muerta, mandó que todos salieran y estando en presencia sólo de los padres y de
tres de sus discípulos, mandó imperiosa y amablemente a la jovencita que se
levantara. Todos se quedaron asombrados y Jesús mandó que le dieran de comer a
la niña. A sus apóstoles, los mismos que le verían en su transfiguración, les
pidió que no publicaran el acontecimiento, hasta que él hubiera muerto y
resucitado.
Para nosotros el mensaje es claro y con el libro de la
Sabiduría, podemos concluir: “Dios no hizo la muerte, ni se recrea en la
destrucción de los vivientes”. Y con el mismo libro, ya muy cercano al Nuevo
Testamento, podemos seguir afirmando: “Dios hizo al hombre para que nunca
muriera, porque lo hizo a imagen y semejanza de sí mismo”. Podemos
entonces confiar en Cristo Jesús que convirtió a la muerte simplemente en el
umbral de la Vida, la que él vino a ofrecer y que nos convierte entonces en
defensores de toda vida humana, llamados a triunfar en la vida, dando un mentís
a todos los adoradores de la “santa muerte” que vendría a ser como la bandera
de todos los todos los fracasados, de los que no saben luchar, de los que se
resignan a decir: “Es que es la voluntad de Dios…”, quedándose en la inanición,
en la oscuridad y en las tinieblas, frente a un Cristo que anuncia la luz, la
paz y la alegría de una vida que se prolonga mucho más allá de lo que pueden
abarcar nuestros sentidos.