XV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
San Marcos 6, 7-13:
¿Qué pasa con los bienes de la Iglesia?

Autor: Padre Alberto Ramírez Mozqueda 

 

 

Cuentan que un día estaba Cristo Jesús acompañado de San Pedro, mirando hacia la tierra desde una ventana del cielo, cuando vieron pasar un Jet y Jesús le preguntó a Pedro: ¿Quién ira en ese avión con tanta prisa? Y San Pedro le contestó: “¡Hay, Señor, ¿que no sabes que es el Papa?!”. Y Cristo le comentó: “De veras, Pedro, que las cosas han cambiado, pues nosotros comenzamos nuestra labor apenas con un pequeño borrico, ¿te acuerdas?”. Esto no es sino una anécdota, pero nos hace preguntarnos cómo explica la Iglesia los bienes que ha ido adquiriendo a través del tiempo, catedrales e Iglesias que son joyas de arte y patrimonio de la humanidad, lo que llamaban pomposamente “palacios” episcopales, (residencias de los obispos), colegios para las clases acomodadas, universidades, escuelas de artes y oficios, hospitales, clínicas de recuperación, un Vaticano con un museo que guarda tesoros invaluables. Una primera respuesta sería que son bienes que se necesitan, que están al servicio de la evangelización, medios sin los cuales hoy no sería posible hacer que el mensaje de amor y de salvación de Cristo Jesús llegara a todas las gentes, pues la verdad es que después de veinte siglos aún somos si acaso un 25% lo que hace suponer que la labor que le espera a la Iglesia en los comienzos de este siglo es enorme y apremiante, si quiere seguir siendo fiel al mensaje que se le ha confiado. Con las universidades, escuelas de artes y oficios y con sus amplios hospitales, sobre todo en países de misión, la Iglesia, hace “presencia”, suscita el interés de las gentes que no conocen a Cristo y a la Iglesia y les preguntan, “¿Por qué ustedes proceden así? ¿Porqué se esfuerzan por servirnos si no nos conocen? ¿Por qué se esfuerzan por vivir una vida de servicio, mientras podrían tener las comodidades de sus respectivas naciones? Y es así, como a través de esa “presencia” de las obras de la Iglesia, se están logrando con dificultad, las conversiones, haciendo presente el amor de Jesús entre ellos.

No obstante, cada vez la Iglesia tiene que examinarse, y ver si con todo el bagaje de bienes que ha ido acumulando a través de los siglos, todavía conserva aquellos rasgos con los que Cristo enviaba, aún en vida mortal a los discípulos que él había escogido para ser sus acompañantes y para enviarlos a multiplicar sus brazos, su corazón y su amor a todos los hombres: “Jesús llamó a los Doce, los envió de dos en dos y les dio poder sobre los espíritus inmundos. Les mandó que no llevaran nada para el camino: ni pan, ni mochila, ni dinero en el cinto, sino únicamente un bastón, sandalias para los pies y una sola túnica”. ¡Qué atrevimiento de Jesús, mandarlos en esas circunstancias! Sin nada que les impidiera moverse, sin confiar en las monedas guardadas en su bolsillo, sin ropa extra que pesaría sobre sus espaldas, y llevar tan sólo un bordón para ayudarse en la marcha y para defenderse de los perros, y unos solos zapatos para aligerar su marcha. Qué libertad tan grande sintieron esos primeros evangelizadores y misioneros. No cargaban nada, pero nada les hacía falta, porque la bondad y la fraternidad de las gentes hacían posible que la misión que Cristo les confiaba pudiera realizarse con una gran eficacia. Marchar en la libertad, y en esa libertad predicar la conversión que no sería la adopción de unos cuántos preceptos morales, sino una nueva manera de ver la vida, una aceptación del Reino de verdad, de justicia, de amor y de paz. Y ellos fueron y anunciaron la Buena Nueva, expulsaban a los demonios, ungían con aceite a los enfermos, y los curaban. Esa libertad es la que la Iglesia necesita y la que estamos pidiendo para ella. Que nada le impida acercarse a las gentes, a los más pobres, a todos aquellos a los que la pretendida civilización y la llamada globalización, ha alejado de las condiciones de verdaderos hijos de Dios a las que tienen derecho todos los hombres. Y que la Iglesia se sienta responsable, como les dijo el Papa a los Obispos en Aparecida, de colaborar a “la gran tarea de custodiar y alimentar la fe del pueblo de Dios, recordando a todos los fieles, que en virtud de su bautismo, están llamados a ser discípulos y misioneros de Jesucristo”.