XIX Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
San Juan 6, 41-51:
¿Es el mismo silencio el del ciber y el de los templos?

Autor: Padre Alberto Ramírez Mozqueda 

 

 

Entrar a un ciber en cualquier lugar del mundo nos puede dar una idea muy precisa del hombre de hoy,  sobre todo del hombre joven de hoy.  Una gran  soledad. Un hombre rodeado de otros muchos, pero en inquieta  soledad. Conectado con todo mundo pero profundamente aislado de todos los que le rodean. Los silencios de las Iglesias están ahora en los ciber donde el hombre guarda silencio buscando encontrar voces para su soledad. Y cuando termina, cuando ha intentado una comunicación virtual con otros hombres solitarios como él, vuelve a conectar sus audífonos y sale a la calle ignorando cuanto encuentra a su paso, pues lleva la música por dentro, lleva su propia diversión consigo y nada le turbará de su silencio y de su ensimismamiento.  

Pero no sólo el hombre de hoy ha vivido en soledad. En todas las épocas de la historia y de la humanidad el hombre tiende a aislarse y buscar solución para su soledad. Elías, un profeta del Antiguo Testamento que luchó incansable e infatigablemente por hacer valer los derechos y la presencia de un solo Dios verdadero, dador de vida y que se complace en la paz de todos los hombres, habiendo vencido definitivamente a los profetas de los falsos dioses, perseguido por una reina cruel, en un momento de su vida,  se sintió derrotado; y solitario y triste, emprendió el camino de huída, llegando a quejarse amargamente con su Dios: “Basta ya, Señor. Quítame la vida, pues no valgo más que mis padres”.   

Si queremos abundar, Moisés, otro gran profeta del pueblo de Israel, también llegó a sentir soledad y amargura al no poder conducir por el desierto al pueblo duro y rebelde que Dios le había confiado.  

Y Cristo mismo, en un momento crucial de su vida, poco antes de que sus enemigos pudieran apresarlo, también sintió una soledad profunda, en medio de la noche, que le llevó a exclamar: “Señor, si es posible pase de mí este cáliz”, al mismo tiempo que sudaba de su frente fuertes borbotones de sangre, pues sus vasos capilares explotaban ante aquella tremenda presión a la que fueron sometidos.  

Pero el profeta Elías fue invitado a comer, y por dos veces, un pan misterioso y un agua que le dieron fuerzas y vigor para sobreponerse a todos los pesares y encontrarse de nueva cuenta como el profeta del Altísimo. Y Moisés, en aquella encarnizada lucha a favor de su pueblo, por el que intercedió ante el Señor hasta pedir la muerte para sí mismo antes que ver que su pueblo pereciera, también fue consolado por su Dios.  

¿Y de Cristo que podemos decir? Después del tremendo momento de postración, y gracias a su confianza sin límites en su Buen Padre Dios y gracias a aquellos largos momentos de oración que eran su vida misma, pudo levantarse y pocas horas después, estaba diciendo a sus apóstoles en la última cena que compartió con ellos: “Tengan, coman… beban”,  les doy mi cuerpo, les doy mi sangre, soy todo para ustedes, en mí pueden encontrar paz, en mí pueden encontrar la razón para vivir, en mí encontrarán la auténtica razón para vivir, ya no están aislados, ya  no están solos, ya no vagan por el mundo sin sentido, sin rumbo y sin razón, “el que cree en mí, tiene vida eterna”, ya no hay soledad, ya no puede haber aislamiento, “Yo soy el pan de la vida”, ya no se puede vivir con hambre y mucho menos se puede dejar a otro hombre con hambre porque tú te has despachado todo el alimento, “Yo soy el pan vivo bajado del cielo, para que quien lo coma, no muera”, ya no tendrás nunca más que acostarte a esperar la muerte como Elías, es ahora Jesús el acompañante, porque él es Hijo de Dios que ha vuelto para llevarte al Buen Padre Dios.