II Domingo del Tiempo Ordinario Ciclo C.
San Juan 2, 1-12:
¡Un felicisimo matrimonio a la antiguita!

Autor: Padre Alberto Ramírez Mozqueda   

 

Este año me ha parecido particularmente interesante, alegre y esperanzador, el banquete de bodas de aldeanos, de provincianos o de rancheritos, que tuvieron la fortuna de invitar a Jesús y a María. Cuando hoy en todo el mundo y ahora también en nuestra patria para no ser menos que nadie, negros nubarrones intentan opacar la belleza de la unión entre un hombre y una mujer que se aprestan a darle al mundo una prueba de la omnipotencia de Dios y una prueba de su grande amor para la pareja humana, la llegada de los hijos, nada tan grande como un matrimonio a la antigüita, con comensales, con vino, con  alegría y sobre todo con la presencia de Cristo que no va a crear el amor que ya debe de existir entre los esposos, sino a acrecentar su amor y a santificarlo hasta convertirlo en un sacramento, símbolo del grande amor de Dios a la humanidad, al decir del profeta Isaías: “Como un joven se desposa con una doncella, se desposará tu hacedor contigo; como el esposo se alegra con su esposa, así se alegrará tu Dios contigo”.

 

Pero vayamos por partes, Se trata de una boda en Caná, en Galilea, la tierra de Jesús. Son esposos pobres, se han preparado con mucho tiempo para atender a los invitados. Éstos llegan para quedarse por ocho días, largos ocho días, hay que darles de comer y de beber. Llegan más de la cuenta, como siempre y los novios no de dan cuenta de nada. Siempre pasa así. Hasta el día siguiente son las sorpresas. Nadie se da cuenta, sólo María,  de la vergüenza que significaría para los novios el hecho de despedir a los invitados porque ya no había provisiones.. Se acordaría de su boda con José. ¡Cómo gozó en aquella ocasión! No quiere ver tristes a los novios, no quiere opacar su alegría, su ingenua alegría y por eso va con su Hijo Jesús, que ya había dejado Nazaret. Ya tenía Jesús sus primeros discípulos que quizá fueron los que desequilibraron el presupuesto de los novios. María sin querer ser notada le indicó que ya no tenían  vino los muchachos. Como sea,  María consigue la ayuda ellos, con una frase que puede ser programática para todos los matrimonios de hoy: “Hagan lo que Cristo Jesús mi Hijo les indique”.

 

Es la fórmula de María para los sirvientes, pero es la fórmula para los matrimonios que quieran perseverar, que quieran que cada día exista el pan en sus mesas y la alegría en sus corazones. Si lo hacen así, ninguna de las dos cosas faltará. Cristo manda que se llenen hasta los bordes, las tinajas de piedra que servían para las purificaciones de los judíos,  abluciones, lavados y más lavados contra  la indignidad de los hombres, pero que ahora estaban secas, para convertir el agua en vino, que da vida, que alegra, que fortalece y que une a los que se congregan en la misma fiesta. Cristo se resistía, porque estaba pensando en su hora, cuando tendría que realizar otra transformación, en la última cena, del vino en su propia sangre, que pronto entregaría en lo alto de la cruz, la hora, “su propia hora” que anticipó a petición de su madre en aquella bendita boda de Caná.

 

Los novios salieron airosos, claro ellos no se dieron cuenta, pero todos los invitados salieron hablando muy bien de aquella fiesta, porque habían sido atendidos maravillosamente, sobre todo porque era seis cientos litros de vino del mejor, del más exquisito, un vino que nunca habían probado en toda su vida. Así es Jesús. Transforma nuestras alegrías, las vivifica, las eleva y las hace dignas del amor de Dios. ¡Que todos los esposos inviten cada día a Cristo  a su matrimonio, y que todos estemos pendientes de que la institución del matrimonio brille siempre por los siglos de los siglos!