II Domingo de Pascua o de La Divina Misericordia. Ciclo C.
San Juan 20, 19-31:
Al Apóstol Tomás le estarán rechinando las orejas.

Autor: Padre Alberto Ramírez Mozqueda   

 

A las horas que los curas predicamos, este domingo le estarán rechinando las orejas al Apóstol Santo Tomás por todas las linduras que se dirán de él.

Tomás era uno de los doce. No era malo, no era descreído, pero se parecía mucho a los jóvenes y a los hombres de hoy, que parece que somos seguidores de la vida, pero más bien nos inclinamos por la muerte. Los jóvenes de hoy se embarcan a viajar en sus motos o en sus autos a todo lo que permiten sus máquinas y luego quieren que Dios haga el milagro de que no se estrellen en la primera curva. Se embarcan en el alcohol o en las drogas y se imaginan que podrán detenerse a voluntad en cuanto lo decidan, pero ya no pudieron dar marcha atrás. Se meten en una relación sexual sin amor, y pretenden que de ahí no surja nada, y cuando surge, acallan la relación con una muerte más, echándole la culpa a Dios porque no puso otro remedio más facilito para la pareja. Los adultos se enredan en relaciones extramatrimoniales, pretendiendo que Dios librará a como de lugar la compostura matrimonial. Las naciones también se embarcan en préstamos exorbitantes que asfixian en todos los órdenes a otras naciones y se vuelven sordas cuando se les pide un poco de clemencia o de espera. Y aunque ya supimos que la muerte fue “matada” por Cristo, los hombres se siguen postrando ante imágenes de la “santa muerte”, con rituales plenamente establecidos, aunados al culto al mismo demonio que merecería capitulo aparte. Todos exigimos pruebas a Dios de su existencia y de su poder aunque ya muchos estarán seguros de que Dios no actuará, porque así será más fácil seguir los propios planes, los que aportarán placer inmediato y no soluciones para la otra vida.

Tomás andaba por esa línea. Creía en Jesús, era seguidor suyo, pero era de la línea de la muerte y no estaba preparado para la vida. Cuando después de la resurrección de Lázaro por manos de Jesús, éste anuncio que subirían a Jerusalén, a pesar del inminente peligro que eso implicaba, Tomás acertó a decir: “Vayamos a morir con él”. Era despistado además, pues cuando Cristo les anunció que se irá para prepararles un lugar, Tomás afirmó no saber el camino a seguir, y Cristo tuvo pudo regalarnos con una de sus mas grandes aseveraciones: “Yo soy el camino, la verdad y la vida”.

Y gracias a la cierta incredulidad de Tomás, él mismo, sin proponérselo, nos dejó una de las afirmaciones más pequeñas pero más profundas de aceptación, de adoración y de seguimiento de Cristo Jesús ya resucitado. Pero vayamos un poco más despacio. El mismo día de la resurrección, Jesús se presentó radiante, luminoso, dueño de sí, delante de los apóstoles que le miraban desconcertados aunque a la vez alegres por su presencia. Un segundo saludo y la sonrisa de sus labios, los convenció de que el resucitado era el mismo que había sido su maestro y su guía. Les dio la fuerza de su Espíritu Santo para que entendieran sus palabras y los envió por mundo a llevar su mensaje salvador a todas las gentes. Tomás no estaba con ellos en ese momento. Me quiebro la cabeza pensando dónde andaría Tomás, y no tengo la respuesta. Le anunciaron, con grandes muestras de alegría, la presencia del Señor Jesús entre ellos, pero mirándoles displicentemente, les anunció: si no veo, si no toco y si no puedo meter mi mano en su costado, “no les creeré”. No lo hubiera dicho, pues el siguiente domingo, segunda aparición de Cristo, casi casi ignorando la presencia de los otros apóstoles, Cristo se dirigió inmediatamente a Tomás y lo invitó a tocarle, a meter su dedo y su mano en su propio cuerpo. Fue demasiado para Tomás. Cayo al suelo como fulminado por un rayo, avergonzado, pero ahí en el suelo, surgió la primera muestra de adoración a Cristo: “Señor mío y Dios mío”. Cuando surjan dudas en tu interior, no dudes en ponerte frente a Cristo, e inclinando tu frente vuelve a decir reverentemente como Tomás: Señor mío y Dios mío”.