Solemnidad. Domingo de Pentecostés
San Juan 20,19-23:
Las dos obras cumbres del Espíritu Santo de Cristo

Autor: Padre Alberto Ramírez Mozqueda   

 

Si el Espíritu Santo fuera escultor o pintor, su obra maestra sería María, la Madre del Señor, y si el Espíritu Santo fuera Administrador de empresa, su obra cumbre sería la Iglesia.
Sobre María, podemos decir que Dios fue llevando con prudentísima lentitud su obra de salvación entre los hombres, y en el momento cumbre de la historia, cuando con graciosa venida quiso dejar el cielo en la tierra, el amor del Padre suscitó la figura bella de María, la Madre del Señor. Criatura, simple criatura fue María, que escuchó el ruego del Señor para convertirse la Madre del Hijo de Dios sobre la tierra, Cristo Jesús. Sorprende que Dios no haya impuesto la maternidad a María, siendo el creador de todo, suplica a su criatura. Ella es rancherita, pero no tonta, y después de informarse detenidamente, no lo piensa dos veces. Si hubiera sido mexicana quizá le habría dicho al ángel: “Date una vueltita, yo te resuelvo más tarde”. Pero nada, acepta complacida y en ese momento aparece la luz sobre la tierra, Jesús, Emmanuel. El Hijo Dios que como el primero entre los hombres, nace de aquella raíz perfecta, hecha por el Dios Altísimo. Y desde entonces, el Espíritu Santo nunca abandonará a Jesús el Hijo de Dios, llevándolo por los caminos del mundo, acercándolo a todos los hombres. . La obra de Cristo terminó, con su exaltación a la diestra de Dios, pero su obra fue continuada por el Espíritu Santo, que ni venía a desplazarlo, ni a sustituirlo, sino a dar continuidad a su obra de salvación entre todos los hombres.
Y así brotó la segunda obra del Espíritu Santo de Jesús: la formación de la Iglesia, obra divina, pero formada por humanos y que cuenta con la presencia constante y fiel de Jesús salvador. María supo decir que sí al instante al Señor que la llamaba a su servicio, la Iglesia, en sus seguidores no siempre ha dicho que sí. María que asistió a la transformación de los apóstoles de cobardes y huidizos, hasta ser valientes e intrépidos evangelizadores, tendrá que asistir a la transformación de los creyentes, que lejos de disminuir, tendrán que convertirse en los nuevos evangelizadores, santos del mundo de hoy. Hoy la Iglesia a pesar de los bárbaros ataques de los últimos meses, tiene que mantenerse fiel al llamado del Señor a continuar su obra evangelizadora y salvadora en el mundo, dando un testimonio de amor, de generosidad, de entrega y de perdón. Así lo ha manifestado el Papa muy recientemente a los Obispos de Portugal cuyas palabras pongo con mucho gusto a su disposición:
“Verdaderamente, los tiempos en que vivimos exigen una nueva fuerza misionera en los cristianos, llamados a formar un laicado maduro, identificado con la Iglesia, solidario con la compleja transformación del mundo. Se necesitan auténticos testigos de Jesucristo, especialmente en aquellos ambientes humanos donde el silencio de la fe es más amplio y profundo: entre los políticos, intelectuales, profesionales de los medios de comunicación, que profesan y promueven una propuesta monocultural, desdeñando la dimensión religiosa y contemplativa de la vida. En dichos ámbitos, hay muchos creyentes que se avergüenzan y dan una mano al secularismo, que levanta barreras a la inspiración cristiana. Mantened viva en el escenario del mundo de hoy la dimensión profética, sin mordazas, porque «la palabra de Dios no está encadenada» (2 Tm 2,9). Las gentes invocan la Buena Nueva de Jesucristo, que da sentido a sus vidas y salvaguarda su dignidad. Lo decisivo es llegar a inculcar en todos los agentes de la evangelización un verdadero afán de santidad, sabiendo que el resultado proviene sobre todo de la unión con Cristo y de la acción de su Espíritu”.