Solemnidad. Santísima Trinidad
San Juan 16,12-15:
¡La Santísima Trinidad secuestrada en México!

Autor: Padre Alberto Ramírez Mozqueda   

 

En cuanto se supo que la Trinidad bajaría a la tierra y tocaría México, inmediatamente comenzaron a agruparse los movimientos que atraerían las miradas de todo el mundo hacia nuestra patria con su secuestro, pues el rescate sería de proporciones infinitas y la fama que les acarrearía sería también sin límites.

El día esperado llegó y el primero que apareció fue el Padre Dios que a pesar de su inmenso poder, de haber creado este mundo inmenso y maravilloso, bello, ordenado y atrayente, de haber sido el creador de todos los hombres, se presentó con un rostro amable, sencillo, atrayente y con una mirada que el mejor de los padres de la tierra nunca conseguirían imitar. No pronunció palabra, pero con sus brazos abiertos, invitando a todos a acercarse, desarmó a los primeros escuadrones, que cayeron de rodillas vencidos por tanta bondad y tanta ternura como demostraba en su mirada, en su acogida y en su caminar lento y seguro paseándose entre todos los hombres. Era irresistible su presencia. Su mirada era fulgurante pero atraía sin poder separarse más de él. Los que se imaginaban un Dios distante, lejano, achacoso y cansado por el tiempo, se encontraron todo lo contrario. Era un Dios atrayente, vivo y sobre todo con una actitud paternal, que en un instante se ganó la confianza de muchos de los que había acudido con armas y tanques y bombas y cañones, que no pudieron ser utilizados.

En seguida apareció el Hijo, Cristo Jesús, con una presencia serena, atrayente, ataviado con una túnica blanca que trasluciente, dejaba ver la huella de una herida profunda hecha por una lanza en su costado. Y en sus manos, se veían también las huellas de los clavos de donde los hombres lo habían colgado de una cruz. Pero ni el huella de su costado ni las de las manos despedían sangre, sino perfume, fragancia y con sus brazos que querían abrazar a todo mundo, pudo ganarse a cuantos confiaban en él y se le entregaban. Detrás de su persona, destacaba la cruz, que resaltaba más su persona, su vida y su misión. Su mirada, como la del Buen Padre Dios solo reflejaba amor, entrega y generosidad. Su misión de congregar a todos los hombres en un solo pueblo se logró hasta que él regresó después de su trágico destino, convertido en el primero de los hombres, que abriría las puertas de la eternidad a todos ellos. Muchos de los que habían ido a aprenderles, se desprendieron de sus armas y se dispusieron a ser amigos, discípulos y seguidores del Cristo Hijo de Dios.

Cuando anunciaron por los altavoces la presencia del Espíritu Santo, nadie vio la entrada de nadie, sólo apareció una paloma, pero todos pudieron percibir un perfume y una fragancia que no lo igualaba ni el mejor de los perfumes franceses, y se sintió al momento un cálido afecto que animaba a todos a saludarse, a darse la mano, a perdonarse, y a acercarse aún a los enemigos para mostrar complacencia, agrado y acogida. En este ambiente de cálido amor que permitía hablar un solo idioma, aunque las lenguas maternas fueran distintas, los que aún conservaban el deseo de hacerse famosos con el secuestro, dejaron caer estrepitosamente sus armas al suelo y se dispusieron a seguir al Padre y al Hijo que se parecían tremendamente al grado de que el que veía a uno, tenía la impresión de estar viendo al otro. Y eso hizo que todos recordaran lo que se decía del Espíritu Santo: “Ven, luz santificadora, y entra hasta el fondo del alma de todos los que te adoran”. De pronto, todos comprendieron que seguir las huellas de la Trinidad, invitarla al fondo del alma, era el momento en que toda la humanidad podía sentirse por primera vez y para siempre, un solo pueblo, con una sola alma y con un solo destino, el seno precisamente de la santísima Trinidad que desde entonces ya no sería un dogma frío, sino la presencia de un Dios todo amor, todo cariño y todo acogida para todos los hombres.