XV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C.
San Lucas 10, 25-37:
¿Cristo disfrazado de buen samaritano o el buen samaritano disfrazado de Cristo?

Autor: Padre Alberto Ramírez Mozqueda   

 

Las parábolas de Jesús no tienen comparación. No son cuentecillos de abuelita, para entretener a los nietos que ahora deben pasar con los abuelos muchas horas del día porque los papás trabajan mañana y tarde. Las parábolas de Cristo inmediatamente nos conectan con nuestra propia vida y exigen una respuesta que sólo nosotros podemos dar. Así nos encontramos con una parábola de las más bellas, que no son para ser consideradas, sino para ser vividas. Todo partió de la pregunta de un doctor de la Ley de Moisés, que seguramente consideraba que Cristo no hablaba claro sobre el Reino de los cielos, sobre la otra vida, sobre el amor a Dios sobre todas las cosas, y se detenía demasiado en las cosas de los hombres. “¿Qué debo hacer para conseguir la vida eterna?” fue la pregunta que desencadenó todo un proceso. Como él era doctor de la ley, Cristo le revirtió la pregunta, y tuvo que recitar lo que todo israelita estaba obligado a recordar varias veces al día, y que constituía el camino seguro de salvación: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón… y a tu prójimo como a ti mismo”. Cristo le pidió entonces que pusiera en práctica aquello para comenzar a vivir el camino de salvación. Pero como el doctor de la ley insistiera en preguntar desde su posición jurídica: “¿Y quién es mi prójimo?”, Jesús comenzó a desgranar su parábola: “Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó, y en el camino fue asaltado, lo mismo que ocurre el día de hoy, y fue dejado medio muerto al borde del camino. Al poco tiempo bajaba también un sacerdote, que iba pensando en sus ceremonias del templo o en la sinagoga, apurado por cambiar sus ornamentos y por estrenar vasos sagrados porque los anteriores y estaban deteriorados, o por conseguir incienso con nuevas fragancias. Cuando vio al herido, pensó que eso le pasaba por no haber ido al templo, quizá ocupado en sus negocios, en la venta de sus semillas o de su ganado, por lo cuál se había ganado ser asaltado. A lo mejor era un delincuente, o había pecado en Jerusalén con alguna prostituta, o era un narcotraficante, a lo mejor tenía sida, o a lo mejor ya habría muerto, por lo que él mismo adquiriría una impureza legal, por lo que solo se atrevió a darle por lo bajo una bendición y se comprometió  a llamar al teléfono de emergencia en el pueblo más cercano.  

Poco después bajó también un levita, una especie de sacristán del templo que tenía como encomienda explicar a las gentes la Palabra de Dios. reparó en la triste condición del herido, pero pensó al mismo tiempo que aquél hombre estaría pagando su culpa por no haber asistido al sermón donde él había hablado de maravilla sobre el amor a Dios y sobre los deberes que tenemos para con él y pensó que por lo tanto no era digno de su cuidado, por descreído. Él también se comprometió a llamar a la cruz roja o a alguna institución de beneficencia y siguió su camino encomendándose a Dios.  

Finalmente pasó un samaritano, a quien los judíos consideraban un descreído, un hereje, un enemigo suyo, un excomulgado, uno de aquellos a los que les llamaban perros, porque no pertenecían a la privilegiada casta de los judíos. Aún a costa de ser él mismo asaltado, se baja de su montura, tomó  con sumo cuidado al herido, lo curó con lo que tenía a mano, un poco de vino y un poco de aceite, con mucho cariño lo puso  sobre su pollino, lo llevó a la posada más cercana, se pasó la noche en vela con él, y en la mañana le encargó al posadero que se encargara del enfermo hasta que sanara completamente y le dió una buena cantidad de dinero para que no le faltara ningún cuidado.  Ya mis lectores estarán cayendo en la cuenta que es Cristo el que se describe a sí mismo en el buen samaritano, y que es la Iglesia la que tiene a su cuidado los que han caído en desgracia, los que han sido heridos por el pecado y que nosotros tenemos que hacer lo mismo que él. Cuidadosos de las cosas de Dios, pero más cuidadosos quizá de los cosas que atañen a los hombres, a su servicio a su dignidad, a su condición digna de hijos de Dios. Y no está por demás decir que a nosotros, como al famoso doctor de la ley, Cristo nos despide con la recomendación: “Anda y has tú lo mismo”.