XXVIII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C.
San Lucas 17, 11-19: A río pasado, santo olvidadoAutor: Padre Alberto Ramírez Mozqueda
Es muy común y natural
que ante un peligro que nos acecha, nos de por bajar a todos los santos de la
corte celestial, pero no es tan común que una vez pasado el peligro, la
operación quirúrgica, o habiendo conseguido el empleo, o habiendo recobrado el
amor perdido no volvamos a acercarnos a aquellos a los que considerábamos
aliados antes de nuestra aventura. Por eso es importante la narración que San
Lucas nos hace para que nosotros sepamos aquilatar en lo que vale, la gratitud,
el agradecimiento, por las cosas pequeñas de las que está llena la aventura de
nuestra vida y hagamos el mundo más hermoso sabiendo tomar las cosas que se nos
ofrecen no con las manos sino con el corazón.
Se trata de 10 enfermos de lepra, una enfermedad que inspiraba terror en las
gentes y que además en el pueblo hebreo se consideraba como una maldición
divina, de manera que los leprosos eran echados fuera de la comunidad de los
hombres y de su sinagoga y su religión. Ellos no podían acercarse de ninguna
manera a la gente sana, y eran condenados a su triste suerte. Pero hombres al
fin al cabo, a los diez leprosos les llegaron noticias de que Cristo curaba a
los enfermos, y llenos de esperanza, se situaron a la vuelta del camino, cerca
de un poblado por el que Cristo tenía que pasar, y sorprendiéndolo, aunque sin
acercarse, le gritaron con todas sus fuerzas: “Jesús, maestro, ten compasión de
nosotros”. Contrariamente a lo que ocurría otras veces con Cristo, no los tocó
ni se acerco a ellos, pero viendo que tenían fe suficiente, los envió a los
sacerdotes de su pueblo para que testificaran que ya habían sido curados y que
podían reintegrarse a sus comunidades y a sus familias. Lo sorprendente es que
yendo de camino se descubrieron curados unos a otros, con gran contento de sus
corazones. A mí me viene la sospecha de que algunos de ellos sugirieron:
“olvídense de los sacerdotes, vamos a festejar, vamos echarnos unas cuántas “cheves”
, a lo mejor bailamos un poco, y luego ya veremos”. Algunos otros, fieles a sus
leyes y a sus costumbres se presentarían efectivamente a los sacerdotes, y sólo
uno, presa de una gran alegría, regresó ante Jesús, para darle cumplidamente las
gracias. Hay que decir aquí que los judíos y los samaritanos tenían pleito
casado por cuestiones de fe, de culto y de etnia. De manera que una manera de
ofender a un judío era decirle que era un samaritano. Así quisieron ofender a
Cristo en una ocasión.
Pues la verdad, cuando Cristo ve que sólo el samaritano volvió para agradecerle
la curación, deja escapar los sentimientos que eso le causó como hombre. Sintió
en carne propia la ingratitud de los hombres, manifestada en tres preguntas:
“¿qué no eran diez los que quedaron curados? ¿dónde están los otros nueve? ¿no
ha habido nadie, fuera de este extranjero que volviera para dar gloria a Dios?”.
La conclusión fue que Cristo levantó al samaritano, le estrechó sobre su pecho,
y lo mandó curado interiormente: “Vete, tu fe te ha salvado”. Aquél hombre no
fue curado sólo en su epidermis, recibió una curación interior que los otros no
tuvieron porque pensaron que su curación se debía simplemente a que eran judíos,
la raza elegida y que no tenían nada que agradecer.
Al llegar a este mundo tenemos que situarnos ante Cristo y ante Dios para
agradecer las cosas bellas y pequeñas que coloca a nuestro lado cada día, y
educar a nuestro corazón y de paso a nuestros niños para agradecer los gestos de
las personas que conviven con nosotros y que nos sirven constantemente, para
hacer nuestro mundo más bello, nuestra convivencia más armónica y nuestra
relación con Dios más fructífera. ¡Gracias, Señor, por el don de la vida!