XXXII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C.
San Lucas 20, 27-38: Maderas hay para santos y otras para hacer carbón.

Autor: Padre Alberto Ramírez Mozqueda   

 

La vida transcurre plácidamente y se nos acaba el año de los bicentenarios y los centenarios. Pronto habremos transpuesto los umbrales de un año más, dejando atrás la violencia, las muertes inocentes y las levantadas. Y como el año, así se nos va la vida, para unos la única que existe, porque les va bien, maravillosamente bien, de manera que pensar en otra, no tiene caso, si aquí se la están pasando de maravilla, y para otros, porque no tienen tiempo de pensar, asediados por el hambre, la sed, la desnutrición y la falta de cobijo y cariño, qué van a pensar en otra vida si aquí les va de la patada.

Pero el término de un año definitivamente nos hace pensar y tomar posición ante esa nueva vida que nos espera más allá de las dimensiones de nuestro mundo, pues muchas gentes, aunque no lo puedan definir con sus palabras sí se preguntan y se inquietan porque piensan que lo de este mundo no es definitivo ni puede ser lo único que existe. No es posible que todo sea sinsabores, desdichas y desprecios para la mayoría de los mortales. Ni es posible que con la muerte todo quede zanjado y todo termine en una tumba fría o en un horno crematorio. Muchos nos preguntamos por lo que ocurrirá el final del túnel de la vida.

Cristo sí lo sabía y habló de la resurrección de los muertos no como un paso atrás, no como un simple volver a la vida con todos sus avatares y sus congojas sino como la vida nueva, como el banquete eterno, con los que fueron llamados, como el gozo de los que se encontrarán de tú a tú con el Padre que los llamó a la vida.

Por eso sorprende la pregunta que le lanzaron a Cristo para hacerlo quedar en ridículo delante de las gentes ante las que proclamaba no la inmortalidad sino la resurrección de los muertos. Y fueron precisamente los saduceos, de los que no se nos habla mucho en el Nuevo Testamento. Ellos pertenecían a las altas clases sacerdotales en Jerusalén, vivían a cuerpo de rey, tenían todas las comodidades del mundo, eran los más influyentes del mundo y tenían a sus órdenes las arcas del templo que era visitado anualmente por todas tribus, pobres tribus de Israel. Por cierto, ellos los más conservadores, pues tenían muchas cosas que conservar, sólo aceptaban los cinco primeros libros de la Escritura, el Pentateuco, donde aparentemente no se habla para nada de la resurrección, y como no había nada escrito, se daban el lujo de rechazar la resurrección de los muertos, por supuesto rechazando la palabra de los Profetas, que era verdadera Palabra de Dios, los que tenían palabras que levantaban ámpulas contra los ricos, sus riquezas, su despilfarro y su injusticia. Consideraban la palabra de los profetas como revolucionaria y definitivamente contra sus intereses y su altísima condición social frente a los pobres que sin proponérselo, con sus limosnas sostenían los privilegios de los potentados religiosos.

La pregunta, ingeniosa, tenía que ver con la condición de los hebreos que consideraban la peor afrenta y el peor castigo no tener hijos. Una mujer tuvo que pasar legalmente por siete hermanos, ninguno de los cuáles pudo darle un hijo. Y la gran pregunta, según los saduceos, era de quién sería mujer en la otra vida si había sido esposa de los siete hermanos. Cristo desató inmediatamente el acertijo, haciendo notar que la procreación ya no tendrá razón de ser, pues si todos están vivos y si ya han llegado los que habían sido congregados, eso carece totalmente de importancia, y de paso, con el mismo texto de la Escritura en la mano, les hizo ver que Dios es Dios de vivos y no de muertos, pues llama Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, para quien todos están vivos.

Lo importante para nosotros será vivir ahora como que realmente confiamos en vivir para siempre cerca de los que ama el Señor, ocupados mientras tanto en hacer más llevadera la vida de los que nada tienen y nada poseen, en espera de que el Señor nos de a manos llenas en la otra vida, sin inquietarnos ni preguntarnos sobre el cómo será la otra vida, pues Cristo quiso dejar el asunto en la penumbra, asegurándonos sólo que él estará con nosotros siempre, siempre.