XXIV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Autor: Padre Antonio Díaz Tortajada

 

 

Ex 32, 7-11.13-14.
Salmo 50, 3-10
1 Tm 1, 12-17
Lc 15,1-32

1.
Este texto bíblico de san Lucas, forma parte de un largo parlamento de Cristo sobre el “banquete escatológico”, expresión ésta con la que se designa frecuentemente la salvación a la que todo hombre es llamado.
Dos ideas articulan toda la enseñanza. Por un lado, se urge al creyente a no desesperar nunca de la misericordia de Dios por numerosos y graves que sean sus pecados; por otro, se nos dice que nuestra maduración religiosa procede por buen camino cuando conscientes de que Dios nos ama como Padre, somos capaces de asumir a nuestros prójimos como hermanos, incluso cuando éstos --en razón de su actuación contra nuestros intereses-- necesitan de nuestro perdón.

2. El apóstol Pablo nos aporta su testimonio personal. era un blasfemo, un perseguidor y un violento. No era creyente y no sabía lo que hacía. ERa, a su entender arrepentido, el primero de los pecadores. Y, sin embargo, “podéis fiaros de mi y aceptar sin reserva lo que os digo: que Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores”; que “Dios tuvo compasión de mi”; “que se compadeció de mí para que en mi, el primero, mostrara Cristo toda su paciencia y pudiera ser modelo de todos los que creerían en él y tendrán vida eterna”.
¿Cómo puede desesperar el hombre a la vista de este perdón de Dios, tan lúcido y tan total?
Esto es lo que se nos quiere decir igualmente en las dos parábolas primeras del texto evangélico. Dios persigue con su misericordia al pecador, como el pastor que deja en el redil a las noventa y nueve ovejas y sale a la búsqueda de la única extraviada; o como la pobre mujer que, habiendo perdido una moneda de las diez que constituían todos sus haberes, enciende las luces de su casa y barre y rebarre los suelos hasta dar con ella... Y tras las parábolas, la afirmación rotunda de Cristo: “Os digo que la misma alegría habrá entre los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta”.

3. La experiencia de este amor de Dios hacia nosotros conduce al creyente a descubrir su condición filial y a dirigirse a Dios, movido por el Espíritu, con el nombre de “Padre”. ¿Sentimentalismos propios de una etapa de la humanidad poco evolucionada? ¿Complejos psicológicos enquistados en nuestro subconsciente? no. El creyente sabe que junto a su realidad de pecado está la interna experiencia, cierta y fuerte, de la misericordia de Dios. El creyente confía en el amor salvador de Dios, a pesar de todos los pesares, incluido el propio pecado. Y desde esta su personal experiencia, el creyente se sabe constreñido a volverse en actitud de perdón y de misericordia hacia sus prójimos. El descubrimiento de la filiación del hombre en relación a Dios lleva forzosamente a la asunción de todos los demás hombres como hermanos. En la tercera parábola del Evangelio de Lucas se destaca la incapacidad del hijo “bueno” para perdonar a su hermano “el cabeza loca”; pero esta incapacidad tiene una base: El hijo mayor no había descubierto aún lo que era la paternidad misericordiosa, y por eso no podía entender que el perdón acogiera al que volvía arrepentido.