XXV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Autor: Padre Antonio Díaz Tortajada

 

 

Am 8, 4-7
Salmo 112,1-8
1 tm 2, 1-8
Lc 16, 1-13

1. El texto evangélico de hoy es uno de esos textos bíblicos a los que no damos demasiada importancia o sobre los que no fijamos excesiva atención. Creemos que no nos atañen personalmente, que están dichos para nuestros vecinos y, en último término, que aportan unos criterios poco precisos y hasta irrealizables.
El texto habla del dinero, de la imposibilidad de servir a Dios y al dinero, de la injusticia e iniquidad que el dinero comporta. Y, antes de que los textos se nos pongan demasiado exigentes, pensamos que andamos cortos de dinero, que no estamos esclavizados al dios-dinero, que son inexistentes en nuestra vida los márgenes de ser injustos con nuestro dinero. Tal vez para otros valga la lección.


2. Y, sin embargo, esta página del Evangelio es capital para la conciencia del creyente. El dinero tiene mucha importancia en nuestras vidas y ya es difícil de comprender que una existencia cristiana pueda realizarse sin haber adoptado sinceramente el criterio de Jesús sobre el dinero.
Para Jesús, el dinero ni un supremo valor ni un contravalor. No es ni un dios ni un elemento por sí mismo satánico. Es, sencillamente, un instrumento que, en cuanto tal y como todos los demás instrumentos temporales, ha de ser siempre utilizado por los caminos de la justicia para la afirmación de la dignidad del hombre y promoción de la convivencia humana. a.
Quien convierte el dinero y el poder de la riqueza en clave suprema de valoración y quien en el logro de mayores capitales coloca su más alto punto de mira, ese tal, para Jesús, es un idólatra que somete al señorío de la economía otros valores más definidores del ser hombre.
Para los idólatras del dinero, el mensaje de Jesús resulta radical: “No podéis servir a Dios y al dinero”. Toca elegir.
El evangelio es tremendamente exigente a este respecto. Sólo Dios es absoluto; sólo desde Dios cabe medir la vida y todo lo que en ella concurre. Sólo desde el reconocimiento del señorío de Dios puede el hombre situarse adecuadamente entre los demás hombres y en su relación con el entorno cósmico. Cuando el dinero y los beneficios económicos suplantan a otros valores, el hombre se aleja de Dios, y esta lejanía provoca, sin más un simultáneo y correspondiente alejamiento de los hombres. Esclavo del poder de las riquezas, el hombre se pervierte en tirano de los que poseen menos que él.


3. Hay que releer con pausa, con autenticidad y exigencia la denuncia formidable del profeta Amós. Su dedo acusador continua levantado; quizá hoy con tanto o mayor motivo que en su tiempo. ¿No están acaso entre nosotros --no somos tal vez nosotros-- quienes “exprimen al pobre”, “despojan al miserable”, “disminuyen las medidas”, “aumentan los precios”, defraudan en las mercancías, prestan abusivamente y compran las conciencias y los silencios a base de dinero?
“El Señor no olvidara jamás vuestras acciones”. Dios es Dios de justicia; es Dios que sale en defensa de los hombres; es Dios; es Dios que reafirma la dignidad humana. Las injusticias, los atropellos, el rebajamiento y hasta la negación, nada infrecuente, de los derechos fundamentales del hombre, contradicen el designio de Dios sobre el mundo y hacen de quien así procede un enemigo de Dios.
El creyente, en la actual coyuntura económica de nuestra sociedad, deberá preguntarse si su actuación de cada día no incide injustamente en estos y otros capítulos de deshumanización. Creer es aceptar el designio de dios sobre el mundo como norma de vida.


4. Solo a partir de este convencimiento eficaz cabe una verdadera promoción de la convivencia. El texto de la carta de san Pablo a Timoteo recuerda a los creyentes que la fe es para la vida, para la sociedad, para la convivencia humana. Se cree desde Dios cara al mundo y una fe y una oración que, paradójicamente, se situasen fuera de la peripecia humana, de los problemas sociales, políticos, y económicos no serían fe cristiana ni plegaria auténtica.
Orar no es esperar bobaliconamente que Dios nos resuelva los problemas de la existencia; es comprometerse a aceptar los juicios y criterios de Dios como clave inspiradora de las soluciones que el esfuerzo conjuntado de la sociedad ha de aportar a sus propios problemas.
Orar, en este momento, será aceptar el dinero y la economía, desde la mirada de Dios. como un instrumento práctico, no como un poder intocable para dominar, sino para servir y hacer crecer en profundidad al hombre y a todo hombre.