XXX Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Autor: Padre Antonio Díaz Tortajada

 

 

Si 35, 12-14.16-18
Salmo 33, 2-23
2 Tm 4, 6-8,16-18
Lc 18, 9-14

1. Constatamos que el mundo se opone al mensaje y persona de Jesucristo; parece que domina el mal, el pesimismo, el estancamiento... Pero tengamos en cuenta –especialmente hoy– que el Evangelio no exige de cada creyente sólo y exclusivamente una justicia personal; no es solo una urgente y apremiante invitación a ser hombres según el designio de Dios en la esfera individual; no es sólo una llamada a huir de la injusticia que puedan patrocinar los demás y a mantener limpias nuestras manos. Es esto, sin duda; pero no sólo esto.
Además de llamarnos a la justicia según Dios, se nos provoca y estimula a crear la justicia en nuestro alrededor, a denunciar los atropellos que hombres y estructuras perpetren contra los más desheredados, a salir en defensa de los derechos humanos y a promover su más amplio y mejor reconocimiento.
Entre las exigencias derivadas del mensaje de Jesús de Nazaret figura esta de comprometer a los creyentes en la lucha por la afirmación práctica y eficaz de los derechos del hombre. La defensa de los derechos humanos es una exigencia del Evangelio y parte central del ministerio de la Iglesia. Este mensaje nos lo ha recodado muchas veces la Iglesia en los últimos años.
Esta responsabilidad de la defensa de los derechos humanos no es –como algunos pretenderían sin fundamento, y con demasía de intereses personales– algo marginal, opcional o simple derivado o subproducto del ministerio que la Iglesia ha de cumplir entre los hombres. Constituye "parte central" del mismo.
Cualquier negligencia al respecto o timidez sobre este importantísimo cometido entrañaría un rebajamiento inadmisible del papel que la Iglesia ha de representar, por voluntad de Dios, en la historia de los hombres. He aquí un nuevo "test" sobre nuestra autenticidad de creyentes. Lo somos o lo seremos en la medida en que nos comprometamos con sinceridad en la defensa de los derechos que el pensamiento moderno reconoce como propios de la dignidad humana.


2. Y es que el creyente, el verdadero creyente, comprende que no es posible estar de la parte de Dios y, simultáneamente, permanecer pasivo ante las violencias que padecen los hijos de Dios. El creyente sabe que, más allá de las solemnes y meras declaraciones de derechos humanos, se encuentra Dios como fundamento y posibilidad última de tales derechos y como fuente originaria de la dignidad del hombre.
El creyente sabe que su misión en el tiempo consiste en abundar en logros de justicia y de fraternidad, en remodelar la existencia humana, individual y social, según el plan divino, a fin de que sea posible la hora de la salvación.

3. El texto del libro del Eclesiástico, que la liturgia dominical nos ofrece hoy, es muy elocuente a este propósito. "El Señor es un Dios justo. Escucha las súplicas del oprimido; no desoye los gritos del huérfano o de la viuda cuando repite su queja; los gritos del padre atraviesan las nubes..."
No es posible "estar de parte" de un Dios que se declara defensor de los oprimidos y bailar el agua, al mismo tiempo y aunque no sea sino con nuestra pasividad, al que actúa como opresor. Por aquí discurre también la enseñanza de la página del evangelio de san Lucas. ¿Qué cabe censurar al fariseo que se tiene por justo y que desprecia a los pecadores? No hay en su vida robos, ni injusticias, ni adulterios. No hay menosprecio de la ley por pequeño que sea su mandato.
No hay morosidad ni puño cerrado a la hora de cumplir con los diezmos. Y, sin embargo, su biografía, por mucho que parezca encarnar la justicia, está aún muy lejos de realizarla según el designio de Dios. La sociedad, los otros, los demás, la suerte de sus prójimos no entran para nada en su vida, salvo para marginarlos y despreciarlos.
Hay aquí un pecado de autosatisfacción, ciertamente; pero hay, antes que nada, una falta grave de solidaridad, y la justicia de Dios, más allá de los derechos, exige una rotunda afirmación de interés solidario para con todos los componentes de la familia humana.


5. En la carta de san Pablo a Timoteo hay una hermosa definición de lo que es un creyente. Para el apóstol, creyente es todo aquel que "tiene amor a su venida", a la venida última y definitiva del Señor cuando la historia haya discurrido todas las etapas de justicia y fraternidad que el proyecto de Dios tiene previstas. Amar la venida del Señor es desearla eficazmente y, por ella, concurrir a la transformación de la tierra según la reconciliación universal que el Evangelio proclama y que, por descontado, comienza por la afirmación y defensa de los derechos humanos. De ahí que el mensaje eclesial de defender los derechos humanos lo proponga como objetivo de su responsabilidad que surge del Evangelio y como parte esencial de su servicio que la Iglesia ha de prestar al mundo.