III Domingo de Adviento, Ciclo C

Lc 3, 10-18

Autor: Padre Antonio Díaz Tortajada

 

 

SSo 3, 14-18a
Salmo (Is 12,2-6)
Fil 4, 4-7
Lc 3, 10-18

1. La liturgia de la palabra constituye hoy, en relación con otros textos litúrgicos de este domingo, un pregón de alegría evangélica. Es, además, la alegría de quien se sabe destinado al encuentro con Jesucristo en su segunda venida.
La próxima Navidad nos proclamará el misterio del Emmanuel –Dios con nosotros-- y la posibilidad que el misterio de Cristo nos ofrece: La alegría de vivir ahora en la más entrañable intimidad con Él en su Iglesia a través de su liturgia.

2.- En los días amargos de la cautividad de Babilonia, el Espíritu puso en los labios de Sofonías un mensaje de esperanza para su pueblo: Dios mismo habitará entre sus elegidos.
El profeta subraya la responsabilidad de los dirigentes del pueblo: Sacerdotes y profetas son acusados severamente, pues se les atribuye la corrupción en las diversas clases del pueblo. Pero también el pueblo es culpable. Solo hay, pues, un remedio: La conversión, que se traduce en la observancia de las normas de la ley. Justicia para con todos, que no se oprima a los débiles, sino que se preste ayuda a los pobres, respeto a los extranjeros, puntual cumplimiento de los deberes del culto para con Dios.
De este modo se restablecerá la amorosa relación entre Dios y su pueblo, como en los años más felices de la historia de Israel. El tono de estas palabras hace resaltar más la alegría que Dios prepara a su pueblo elegido. El Señor nos ama infinitamente y nos ayuda en todas nuestras necesidades. El Señor está cerca.
Éste es el mismo Salvador que nació en Belén hace unos dos mil años. Es el mismo que esperamos hoy como libertador en su segunda venida, al fin de los tiempos. Es el mismo que “transformará nuestra condición humilde, según el modelo de su condición gloriosa”.
Es El, con toda su fuerza, quien se ha decidido a salvarnos. El nos ama y se alegra con el hecho de estar en medio de nosotros. No hay, pues, en este tiempo de Adviento, motivo de temor, de tristeza o de desesperanza, nos dice el profeta.

3.- San Pablo confirma estas ideas: “Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres”. “El Señor está cerca”. “Nada os preocupe”.
Vivir en la cercanía de Dios, en la intimidad del Verbo encarnado, constituye la raíz más profunda de la alegría cristiana y la clave de una vida destinada a la eternidad. Comenta san Agustín: “¿Qué es gozarse en el mundo? Gozarse en el mal, en la torpeza, en las cosas deshonrosas y deformes. En todas estas cosas encuentra su gozo el mundo… Por lo tanto, hermanos, “alegraos en el Señor”, no en el mundo, es decir, gozaos en la verdad, no en la maldad; gozad con la esperanza de la eternidad, no con la flor de la vanidad”
Sea ése vuestro gozo dondequiera, y cuando os halléis así, “el Señor está cerca; no os inquietéis por nada”. San Pablo añade que la paz de Dios es la que cuidará nuestros corazones y nuestros pensamientos. ¿Quién se atreverá a contradecirlo?

4.- La alegría de ser de Cristo nos da a todos una actitud de sinceridad para adaptar nuestra vida incondicionalmente a la voluntad amorosa de Dios: ¿Qué tenemos que hacer? El Adviento, en cuanto tiempo de preparación para Navidad, es decir, para el encuentro salvífico con Cristo, entraña profundas actitudes penitenciales: Disponibilidad por la renuncia, disponibilidad por la esperanza, disponibilidad por la alegría.
La Virgen María es el modelo perfecto. Su “fiat” decisivo y total es la actitud de conversión más perfecta alcanzada por una criatura humana en la historia de la salvación. "¡Alegraos en el Señor!" Él purificará y elevará vuestros pensamientos, curará vuestra desmedida afición a lo terreno y orientará hacia Dios vuestros afanes, vuestras preocupaciones, vuestro amor y toda vuestra vida. “Olvidad vuestras preocupaciones”. No os angustie el tener que renunciar a las cosas terrenas y caducas. Depositad en Dios todas vuestras inquietudes. Abrid de par en par las puertas de vuestro corazón al Señor, que viene, que está en medio de nosotros, y decidle: "¡Muestra, Señor, tu poder y ven a salvarnos!"
Bien claramente dice Juan Bautista que el bautismo de agua es el suyo, y que el bautismo de Jesús es el bautismo (baño) de fuego y Espíritu. Sólo a fines del siglo primero se unieron las dos comunidades (la de discípulos de Juan y la de seguidores de Jesús) en una sola comunidad y se unieron los dos bautismos en un solo rito de iniciación cristiana; ese rito tenía el sentido completo: perdonar los pecados y llenar del Espíritu de Dios.
Agua y fuego, los dos cataclismos-baños que, según la tradición popular de la antigüedad, debían purificar al mundo de sus pecados para que llegara el tiempo final, para que llegara la plenitud de los tiempos, el reinado de Dios.

5.- El relato del Evangelio tiene la finalidad de engrandecer a Jesús. Juan Bautista, dice el evangelista, por muy profeta que fuera, por muy importante que fuera, es únicamente un sirviente de Jesús, por eso no es digno, comparado con Jesús, ni de desatarle las sandalias. Es Jesús, no Juan Bautista, quien comunicará la salvación de Dios.
El derecho de aventar su parva, de reunir su trigo en el granero, el derecho de quemar la paja en la hoguera, es un derecho que compete sólo a Dios, dice el Evangelio que leemos en este domingo. El derecho a decidir quién es trigo y quién es cizaña sólo a Cristo le corresponde, solamente El puede decidirlo y solamente El lo hará. La admiración franca y el afecto entrañable de Jesús por este profeta genuino —eslabón último de la Antigua Alianza, a la vez que puente y nexo de continuidad entre la historia de Israel y la historia de la Iglesia— la mejor razón para hacer presente la memoria del Bautista como tradición central del tiempo del Adviento: estímulo a la responsabilidad que los cristianos tenemos de preparar el camino del Señor como servicio a este mundo tan amado por Dios inspirados en una de las palabras más impresionantes que del Bautista se recuerde: “Es preciso que Él crezca y que yo disminuya”.