1. ¿Quien ha de proclamar, cómo ha proclamar, qué ha de proclamar? A
esta serie de preguntas responden los textos bíblicos de la liturgia de este
domingo.
El primer interrogante se resuelve en una contestación firme y total:
Proclamador del mensaje ha de ser todo aquel a quien Dios confiera esta misión.
Más en concreto: Todo el que es convocado por Dios a la Iglesia tiene que
sentirse enviado por Dios al mundo para dispensar a los demás el mensaje de
salvación. Es éste un principio mil veces reiterado en la sagrada escritura.
Dios llama para enviar, Dios convoca para desinstalar, Dios congrega para
dispersar. Solicita –según el texto del evangelio de Lucas– las “barcas” de los
que le aceptan para, a continuación, comprometerles en la faena de echar las
redes, constituidos en “pescadores de hombres”.
La “barca de la Iglesia” es, sin duda, ámbito de salvación, pero no sólo ni
primariamente para los que están en ella, sino para los que todavía están fuera.
Resulta por esto inconcebible una vocación cristiana sin dimensión apostólica,
sin dinamismo misionero, sin decisión de comunicar a los otros el mensaje que es
de salvación para todos.
2.- El “milagro” consiste en que, paras esta pesca de salud, cuentan muy poco
las técnicas terrenas. El texto del evangelio de Lucas subraya muy oportunamente
como Simón se apresta a la faena a contrapelo de sus habilidades marineras,
fiado únicamente en la de Dios. Y se comprende: La fuerza del mensaje no reposa
en su fiabilidad, en su sabiduría, en lo muy razonable de sus enunciados. Es un
mensaje que solicita la fe, que reclama del hombre el fiarse de Dios, que
requiere de todo hombre esa total audacia de avanzar más allá de lo que razón y
sentido son capaces de demostrar y experimentar.
Mensaje de fe en que Dios, por su poder y su amor, es capaz del “milagro” de
procurar al hombre un destino que, aunque intuido y buscado, sólo es accesible
porque nos es dado. ¿Y cómo proclamar este mensaje sino a condición de fiarse
previamente de la palabra que Dios ha empeñado en Jesús? Solo el auténtico
hombre de fe resulta capacitado para proclamar el mensaje de la fe.
3.- Simón y sus compañeros, ante la invitación de poner sus barcas a disposición
de Cristo y ante la llamada a ser pescadores de hombres, se desembarazan de todo
lo que es posesión e instrumento hábil. El profeta Isaías –así se subraya en la
primera de las lecturas– responde con un decidido “Aquí estoy, mándame” a la
pregunta del Dios santo que interroga “¿A quien mandare? ¿Quién irá por mi?”. El
mensajero del Dios de la salvación ha de ser en todo fiel y sumiso a Dios de
quien proviene el mensaje.
No puede “colar” contenidos de su propia cosecha, ni puede ocultar capítulo de
lo dado para los hombres, ni puede entrar en ocultas combinaciones entre lo que
es carnal y lo que procede de la santidad divina. La más absoluta disponibilidad
y fidelidad le son exigidas al creyente a la hora de comunicar a los otros el
mensaje de Dios. Cuanto suena a poder, a complacencia con los intereses
carnales, a fuerza en los privilegios, a situaciones de excepción y superioridad
terrenas..., compromete el vigor y la limpia claridad del mensaje.
4.- El contenido del mensaje se aviene muy mal con todas estas providencias y
garantías humanas. Cualquiera de ellas –como lo destaca el apóstol Pablo en su
carta a los cristianos de Corinto “malogra nuestra adhesión a la fe” y desvirtúa
el mensaje. Este es mensaje de muerte y de resurrección, de aniquilación del
pecado que divide y enfrenta a los hombres y de restauración del mundo por los
caminos de la justicia y de la fraternidad según el designio de dios. Todo
mensaje --todo creyente-- puede hacer suyas las palabras de Pablo: “Por la
gracia de Dios soy lo que soy, y su gracia no se ha frustrado en mi. He
trabajado..., aunque no he sido yo, sino la gracia de Dios conmigo”.