Miercoles de Ceniza, Ciclo C

San Mateo 6, 1-6.16-18

Autor: Padre Antonio Díaz Tortajada

 

 

IJr 2, 12-18
Salmo 50, 3-17
2Co 5, 20-6,2
Mt 6, 1-6.16-18

1. “Volved a mí de todo corazón: Con ayuno, con llanto, con luto”… Convertíos al Señor Dios vuestro». Con las palabras del profeta Joel, esta liturgia de la ceniza nos introduce en la Cuaresma, tiempo de gracia y regeneración espiritual. “Volved, convertíos...”. Al comienzo de los cuarenta días, esta exhortación urgente tiene como finalidad establecer un diálogo singular entre Dios y el hombre. En presencia del Señor, que lo invita a la conversión, el hombre hace suya la oración de David, confesando humildemente sus pecados: “Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa.”
David no se limita a confesar sus culpas y a pedir perdón por ellas; espera que la bondad del Señor lo renueve, sobre todo interiormente: “Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme”. Iluminado por el Espíritu sobre el poder devastador del pecado, pide transformarse en una criatura nueva; en cierto sentido, pide ser creado nuevamente.
Se trata de la gracia de la redención. Frente al pecado que desfigura el corazón del hombre, el Señor se inclina hacia su criatura para reanudar el diálogo salvífico y abrirle nuevas perspectivas de vida y esperanza. Especialmente durante el tiempo de Cuaresma, la Iglesia profundiza este misterio de salvación.
Al pecador que se interroga sobre su situación y sobre la posibilidad de obtener aún la misericordia de Dios, la liturgia responde hoy con las palabras del Apóstol, tomadas de la segunda carta a los Corintios: “Al que no había pecado, Dios lo hizo expiación por nuestro pecado, para que nosotros, unidos a él, recibamos la justificación de Dios”. En Cristo se proclama y se ofrece a los creyentes el amor ilimitado del Padre celestial a todo hombre.

2. A la luz de la Palabra de Dios que escucharemos durante este tiempo, iremos descubriendo la dimensión auténtica de tres palabras que están estrechamente unidas a la cuaresma: Arrepentimiento, penitencia y conversión que pueden entenderse como sinónimos y que a su modo cada una expresa un aspecto de la actitud fundamental de este tiempo, como etapa pedagógica del año litúrgico.
Y es en su finalidad pedagógica del año litúrgico como hemos de situarnos en esta etapa. En realidad cada una de las etapas del año sólo pretende enfatizar por separado cada uno de los aspectos de la vida del creyente. Porque no debemos olvidar que el principal misterio que inunda con su luz la vida del cristiano es precisamente la Pascua del Señor, es decir el misterio de su pasión, muerte y resurrección. De manera que cada año, celebramos en la esperanza y en la fe la venida del Verbo en la carne mediante la celebración del adviento y la navidad; así mismo, celebramos el misterio pascual como culminación de la obra salvadora de Dios en Cristo, precedido del tiempo de cuaresma y prolongado durante los cincuenta días de la Pascua, tiempo que culmina con la fiesta de Pentecostés que es la irrupción del Espíritu en el nacimiento de la Iglesia.
Pero la vida toda del cristiano transcurre en el espíritu del adviento (en la esperanza), de la cuaresma (en conversión permanente), de la Pascua (en la vida nueva) y de Pentecostés (en el amor y la santidad). De manera que celebrar la cuaresma en este periodo de tiempo, para después olvidarnos de la necesidad de conversión no tiene sentido; tampoco sería sensato pensar que podemos olvidarnos de la esperanza y la vigilancia ante la venida del Señor fuera de Adviento.
Entonces, la cuaresma es un tiempo, a manera de recordatorio, de la necesidad de vivir y responder constantemente a la llamada a la conversión interior para acoger en la alegría y el gozo el don de la Palabra que se hizo carne y murió para darnos la vida eterna. Sin embargo, si vivimos cada año a profundidad e intensamente cada cuaresma tenemos la posibilidad de irnos cada vez mis compenetrando del misterio pascual en el que vivimos, nos movemos, y somos.

3. La conversión no es un momento puntual de nuestra vida cristiana. Somos cristianos si vivimos en estado de conversión continua. La vida cristiana es un paso del egoísmo a la generosidad, de la injusticia a la rectitud, de la mentira a la verdad, del abatimiento a la esperanza, de la turbación a la paz, de la esclavitud a la libertad, de la tristeza a la alegría, del olvido de Dios a la oración.
La conversión es una fase de nuestra vida en la que maduramos de manera más explícita y más intensa ese movimiento de conversión que es consustancial a toda vida cristiana. Cuando este movimiento se paraliza y se atasca crónicamente empezamos a retroceder, a debilitarnos en la fe, la esperanza y el amor, a secularizarnos por dentro. Nuestro corazón de carne, sensible a Dios y a las necesidades de los demás se convierte en un corazón de piedra. El Evangelio se nos convierte en letra muerta, en algo sabido y aburrido. La Eucaristía se nos convierte en tiempo de aburrimiento y de rutina. La oración se congela. La capacidad de perdonar se nos hace no sólo difícil, sino irracional. La generosidad para dar se adelgaza y nuestras manos abiertas se convierten en puño cerrado. Nuestras pasiones se desbocan y nos nublan la mente y el corazón y nos conducen a cometer excesos. Una tristeza nos agarra como una niebla baja. Insatisfechos con nosotros mismos proyectamos sobre los demás nuestra agresividad. Revueltos por dentro, revolvemos a los demás. La falta de paz con Dios siembra falta de paz en la familia, en el trabajo, en el ocio, en la vida civil. Estamos lejos de Dios. Necesitamos activar y descongelar el movimiento de conversión.

4. Una profunda insatisfacción surca hoy la vida de las personas de fe debilitada desvanecida o inexistente. Muchas veces no saben identificar la causa de esta insatisfacción. Otras veces se confunden al creer haberla encontrado. La insatisfacción radical del ser humano es no tener a Dios y no sentirse tenido por Él. No apagaremos esta insatisfacción acumulando satisfacciones sino descubriendo la fuente capaz de calmar la sed del corazón humano y de crear en él un ser todavía más grande y más profundo que, al mismo tiempo, nos hace gustar lo que buscamos.
La ceniza sobre nuestra frente significa que queremos convertirnos. Significa que no estamos satisfechos de nuestra vida y la queremos más unida a Dios y más cercana a la comunidad cristiana y a las necesidades de la sociedad. La ceniza sobre nuestra frente significa que estamos dispuestos a renunciar a determinadas satisfacciones que esclavizan y empobrecen nuestro corazón. La ceniza sobre nuestra frente significa que estamos dispuestos a practicar en este tiempo de salvación, más intensamente la sobriedad, más generosamente el desprendimiento de nuestros bienes y más abundantemente la oración.
Al comienzo de la Cuaresma, oremos para que, en el tiempo «favorable» de estos cuarenta días, acojamos la invitación de la Iglesia a la conversión. Oremos para que, durante este itinerario hacia la Pascua, se renueve en la Iglesia y en la humanidad el recuerdo del diálogo salvífico entre Dios y el hombre, que nos propone la liturgia del miércoles de Ceniza.