II Domingo de Cuaresma, Ciclo C

San Lucas 9, 28b-36

Autor: Padre Antonio Díaz Tortajada

 

 

Gn 15, 5-12.17-18
Salmo 26
Flp 3, 17-4,1
Lc 9, 28b-36

1. - Este domingo contrasta con el domingo anterior y a la vez continúa el tema del misterio de la identidad de Cristo. La meditación sobre las tentaciones de Jesús, nos hacía ver a Jesús en su aspecto humano, mientras que hoy estamos invitados a descubrir y a creer en su condición de Hijo de Dios tal como nos lo pide su mismo Padre, nuestro Padre y Dios.
La liturgia de este domingo, como siempre, nos ayuda a la comprensión del mensaje que nos propone introduciendo el tema central de reflexión con la lectura del Antiguo Testamento. La primera lectura siempre arroja una luz especial sobre la lectura del evangelio para señalarnos la línea de interpretación y de aplicación a la vida de todos los que escuchamos con devoción y gratitud su palabra en la escuela dominical de la Eucaristía.

2. - En esta primera lectura del Antiguo Testamento, un trozo de la historia de Abraham, padre de los creyentes. Dios pide al patriarca una total e incondicional adhesión a la propuesta que le hace mediante una promesa. Abraham debe renunciar a toda certeza y seguridad y fiarse completamente de la oferta de Dios. Dios, por su parte se compromete con Abraham a través de un pacto, una alianza que se simboliza en la llama que pasa entre las víctimas partidas.
Dios se liga, pues, al hombre por la fe que ha mostrado como respuesta a la promesa y, a partir de entonces, se muestra fiel a lo largo de la historia que comparte con la humanidad por medio de su pueblo. Por esta alianza Abraham se convierte en dueño de la tierra que Dios le promete. El pueblo olvidará muy frecuentemente esta alianza, pero Dios se mantendrá siempre fiel a ella.
Dios hizo salir al patriarca de su tierra y, con la alianza, lo hizo dueño de otra que le dio a cambio de su fe y de entrega incondicional. Es el mismo Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob quien eligió y envió a Moisés para hacer salir a su pueblo de la esclavitud de Egipto y establecer con él una alianza en el monte Sinaí en la perspectiva de un nuevo ingreso en la tierra de los padres.
Toda alianza supone una salida, es decir un éxodo, y una entrada. Un éxodo de Egipto y un ingreso a la tierra prometida, o, según la enseñanza de los profetas, un éxodo del pecado, de la injusticia, de la mentira y el abuso fraternal, así como de todo formalismo religioso, puramente externo, al ingreso al reino de la verdad, el amor y la paz en la fidelidad al amor del Padre.

3. - En cada Eucaristía que celebramos, especialmente la dominical, resuena el tema de la alianza. La única y definitiva alianza de Dios con el hombre es la realizada través del sacrificio único e irrepetible de su Hijo Jesucristo como máxima expresión de la historia de salvación iniciada con el pueblo de Israel. Es Dios quien ha tomado la iniciativa en esta alianza para la cual se eligió a Abraham como representante provisional de la humanidad; pero es a través de Jesucristo, su único Hijo, verdadero Dios y verdadero hombre, como se hace plenamente aliado del hombre.
Moisés y Elías, grandes figuras del Antiguo Testamento como representantes de la Ley y de la gran tradición profética, aparecen, en el evangelio de hoy dialogando con Jesús acerca de la salida (éxodo) de Jesús, es decir de su muerte que tendrá lugar en Jerusalén. En otras palabras, según san Lucas, hablan de la alianza definitiva que Dios sellará con la sangre de su Hijo.

4. - Los cristianos hemos entrado en la alianza con Dios mediante el bautismo y, a través de la Eucaristía, mediante el anuncio y la meditación del Evangelio, y la participación del "pan único y partido", vamos refrendando en la fidelidad esa alianza que, como don excelente de Dios, ratificamos todos con nuestra profesión de fe y con los compromisos que asumimos como individuos y como pueblo. Así nos lo enseña san Pablo con la autoridad que le da el estar encadenado por su fidelidad al evangelio. Y como él mismo nos dice, si nos mantenemos fieles a Cristo, Él transfigurará nuestro cuerpo miserable en un cuerpo glorioso, semejante al suyo”.
Lo que san Pablo nos propone en la segunda lectura sólo es posible con oración. El evangelista nos hace saber que Jesús, precisamente antes de partir hacia Jerusalén había enseñado que estaba plenamente decidido a asumir la suerte que le esperaba ahí, es decir su éxodo (o su paso = pascua) de este mundo a su Padre, a través de su pasión, muerte y resurrección. Y al introducirnos en el episodio que acabamos de escuchar, el evangelista señala que Jesús estaba en oración cuando se dio ese hecho. Nosotros que estamos en camino hacia el Padre, no podemos hacer otra cosa que mantenernos en la contemplación y en la oración para asumir también con alegría y libertad nuestro destino.