Domingo de Ramos de la Pasión del Señor, Ciclo C

San Lucas 22, 14-23, 56

Autor: Padre Antonio Díaz Tortajada

 

 

PROCESION:
Lc 19, 28-40

1. “¡Viva el Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Viva el Altísimo!” Así gritó la multitud enardecida al paso de Jesús montado en el burrito, rumbo a la ciudad de Jerusalén. Son aclamaciones de júbilo.
“La multitud extendió sus mantos por el camino”. Otros “cortaban ramas de los árboles y alfombraban la calzada”. Y la gente que iba delante y detrás de él gritaba: “¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas!”
Y al entrar él en Jerusalén, toda la ciudad preguntaba alborotada: “¿Quién es éste?”. Y la gente que venía con él –dice san Mateo– decía:
– Es Jesús, el profeta de Nazaret de Galilea”.
Dice un poeta hablando de las palmeras: “Molinos verdes, molinos vegetales. Rosa de los vientos de la fama, sus verdes agujas están ahí, desde el principio de los siglos, sobre los esbeltos troncos cimbreantes, plegándose a todas las arbitrariedades de la gloria. Por su inviolada gracia separada del suelo, por su fácil inclinarse reverentemente, por su tendencia sumisa a curvarse en dosel, el mundo se fijó inmemorialmente en la hoja de la palmera para cargarla de enfáticas significaciones triunfales. Y por eso ella, insolente y presumida, consciente de su glorioso simbolismo, se abre, en estrella, sobre su altura inaccesible, como diciendo irónicamente que la gloria hoy sopla hacia acá y mañana hacia allá, en arbitraria rueda divergente".

2. Aquel día de Ramos en Jerusalén, la gloria triunfal sopló hacia Oriente, por donde Jesús venía en su pollina. Como hacía siglos había soplado hacia Judas Macabeo, que, victorioso y salpicado de sangre, entró en Jerusalén, “entre gritos de júbilo y ramos de palma, al son de la citara y de los címbalos”, como sopló otro día hacia Vespasiano, cuando, entre palmas, según Flavio Josefo, entró vencedor en Roma; o hacia Tito, cuando entró, pisando palmas, en Antioquia.
Así, sin fijeza ni seriedad, cumplía el signo de la fama humana, su destino incongruente y arbitrario de señalar todos los cuadrantes del viento: hoy, un tirano, mañana, un general; pasado, un profeta. Historia poco lúcida de las palmas triunfales de los hombres: un día, adulación al vencedor, otro día, consolidación del despojo; otro, vanidad de oro mustio bordado en el académico de uniforme.
Pero un día las palmas se tendieron, como alfombra, a la entrada de Jerusalén, al paso de Jesús. ¿Fue aquella una hora para Jesús de júbilo y victoria? Más bien que allí empezó Jesús su camino de pasión, en las reconditeces de su pecho. Porque Él tenía que oír las sílabas trágicas del “Crucifícale”, mudamente enlazadas en las sílabas jubilosas del “Viva el Hijo de David”.
Las palmas reciben también la salpicadura del rojo bautismo e invierten su sentido. De signos ruidosos de la victoria visible y el triunfo material pasan a ser signos puros de las victorias internas, calladas y paradójicas, que tienen ante el mundo cara de derrotas: el martirio y la virginidad.
El tipo de mártir parece, ante los ojos, el extremo humano opuesto al tipo del vencedor que agasajaban las antiguas palmas triunfales: El mártir es el vencido, el escupido, el humillado, el quemado en parrillas. La virgen también parece, ante los ojos, la inversión de todo ruidoso triunfo vital: La virgen es la abandonada, la olvidada, la silenciosa, la despreciada de todo un mundo antiguo lleno de cultos de cosecha y de maternidad. Pero Jesús había venido a invertir las cosas. Él, muriendo, vence a la muerte; Él reina con cetro de caña.

3. Por eso Jesús sobre su pollina, avanzaría, un poco triste, por el camino que baja del monte de los Olivos, y entró en Jerusalén orlado, aquella tarde, de palmas en delirio. Porque Él sabía que las palmas del mundo, sobre la copa de la palmera, son una estrella redonda y divergente, perplejidad vegetal, que parece interrogar al viento: ¿Por aquí? ¿Por allí? (ya que suelen mecerse como juguetes del viento). Y Él soñaba con las legiones de sus mártires, de sus vírgenes, que, naciendo del pie de la Cruz como ríos de abnegación y sacrificio, habían de cruzar los siglos de la historia con un temblor de palmas en las manos; pero de palmas altas, erectas, verticales, con una firme y única dirección hacia el cielo: por aquí, por aquí... La eterna perplejidad de la palmera ha quedado resuelta y contestada por el testimonio de miles y miles de vírgenes y por el testimonio de miles y miles de mártires, a través de estos dos mil años de cristianismo



MISA:
Is 50, 4-7
Salmo 21, 8-24
Fil 2, 6-11
Lc 22, 14-23, 56


1. La realeza de Cristo: “¡Viva el Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Viva el Altísimo!” tiene su contrapunto con el grito: “¡Crucifícale!, ¡crucifícale!, ¡crucifícale!”, repetido en dos ocasiones en el relato pasional.
A Jesús le matan violentamente, clavándolo en la cruz. Es ajusticiado después de un proceso solemne llevado a cabo por las fuerzas religiosas y civiles más influyentes de aquella sociedad, que celebran haber liberado al pueblo de un agitador.
Jesús sufre la muerte de un fracasado, de un maldito, de un abandonado que nada puede ante el poder de los que dominan la tierra. Vive su muerte como un servicio, el último y supremo servicio a la causa de un Dios de amor, que le ha encomendado establecer su Reino entre nosotros; su vida y la causa de su condena fue vivir liberando de opresiones a los marginados; estableciendo la libertad, la justicia, la paz, perdonando y enseñando a perdonar; ciertamente, su vida fue un servicio a la humanidad.

2. La muerte de Cristo es la mayor manifestación de su amor. Nos ha amado hasta el final, ha sido fiel a su amor para con nosotros sin pedir nada. Ha mantenido su palabra, su mensaje salvador. No aceptó la resignación y el sometimiento a la mentira, ni el engaño, ni la violencia en nombre de Dios, y enseñó que Dios exige rebeldía y denuncia contra todo lo que implique violación de la dignidad de los hombres, creados a imagen de Dios y llamados a ser sus hijos.
Como dice san Agustín, el verdadero sacrificio es todo lo que hacemos de bueno por Dios y nuestro prójimo durante toda esta vida. Cristo muriendo en la cruz realiza el mayor sacrificio, el mayor acto de amor a la humanidad.

3. Ya no hay signos de gloria y triunfo. Hay un gran signo de dolor y duelo. Hay un funeral cósmico, porque muere en una cruz, clavado, el Hijo de Dios vivo: “Era ya cerca de la hora sexta cuando, al eclipsarse el sol, vinieron tinieblas sobre toda la tierra hasta la hora nona”. "En esto, el velo del Santuario se rasgó en dos, de arriba abajo; y tembló la tierra y las rocas se hendieron”.
Ahora, en el momento de morir Cristo y de consumarse su obra redentora, parece que hay como una última sacudida fuerte del estilo, ya expirante, de la vieja ley; como una última apelación a la naturaleza terrible y tonante del Sinaí.

4. Tres años de parábolas dulces no pudieron en Pedro lo que pudo en el centurión un minuto de tinieblas teatrales. El mundo que había querido un Mesías ostentoso y poderoso, exigía ahora una gran metáfora cósmica de la muerte de un Dios. Quería un Dios que muriese entre eclipses y terremotos. ¡Como si no fuera más auténtico certificado de divinidad el perdón de sus verdugos!
Jesús insiste en los puros signos espirituales del vino, el agua y el pan. Sólo al final, como un desesperado arranque de dureza carnal de los hombres, llegan los vistosos signos cósmicos y sinaíticos: El eclipse y el terremoto.
Pero los hombres, duros y tercos, se empeñan en no oír este silbo suave de la ley de Amor, y Dios tiene que sacudir de vez en cuando sus entendederas con guerras, revoluciones y persecución, para que los hombres, como el centurión, crean en Él «cuando vean el terremoto».
El mundo actual sabe algo de eso. Hombres locos, hombres locos, ¿por qué no evitáis el terremoto y las tinieblas, tomando partido a tiempo por el agua, el vino y el pan?