IV Domingo de Pascua, Ciclo C.

San Juan 10, 27-30:

Autor: Padre Antonio Díaz Tortajada

 

 

Hch 13, 14. 43-52
Salmo99
Ap 7,9. 14b-17
Jn 10,27-30


1.- En los Hechos de los Apóstoles, de cuyo libro ha sido sacada la primera lectura de la Misa, oímos a San Pablo hacer el manifiesto de su dedicación a la conversión de los no judíos. Dado que el grupo judío no recibe su predicación, Pablo decide que, desde ese momento en adelante, dedicará su vida a anunciar y hacer presente el Reino de Dios entre los no judíos. Se trata de esa innumerable multitud que luego aparece en el Apocalipsis aclamando al cordero triunfador, aparte de los 144.000 salvados de las doce tribus de Israel Son los que, puesto que los invitados originales no quisieron acudir al banquete del Reino, han sido admitidos a pleno derecho en la comunidad de los destinados a participar del Reino de Dios.
¿No quieren recibir la Palabra de Dios? Pablo no discute inútilmente con ellos, se dedica a predicar a otros que sí la reciben. “Los discípulos”, termina el relato de los Hechos de los Apóstoles, “quedaron llenos de alegría y de Espíritu Santo”. Es casi un sinónimo, no puede el Espíritu Santo llenarnos sin llenarnos, al mismo tiempo, de alegría. ¿Se ve así el Espíritu Santo en nuestra vida personal y comunitaria?

2.- En la segunda lectura de la liturgia, el Apocalipsis, en una cita que debiéramos esgrimir contra quienes interpretan literalmente un libro tan lleno de símbolos, nos dice que, aparte de los 144.000 salvados entre las doce tribus de Israel, había junto al trono de Dios una muchedumbre inmensa que nadie podía contar. Los llamados a constituir el pueblo de los salvados por Cristo son de toda raza, pueblo y lengua. En Cristo Jesús, como muy bien lo dice san Pablo en la carta a los Gálatas, no hay judío ni griego. Cristo llama a formar parte del Reino de Dios, a todo ser humano, sea de la raza que sea, tenga el sexo que tenga, sea de la condición social que sea. Todos hemos lavado nuestras vidas en la sangre de Cristo, el cordero; no en nuestra sangre sino en la de Cristo. Es El de quien necesitamos vitalmente para nuestra salvación.
Todo lo que el profeta Ezequiel dice en su capítulo 34 acerca de los pastores civiles y religiosos del pueblo, constituye el trasfondo del trozo de Evangelio que tenemos en la Misa de este domingo como tercera lectura. Cristo resucitado es el verdadero “pastor” del pueblo de Dios, el buen pastor. Todos los demás podemos representarlo, pero nadie puede sustituirlo. El es el cordero, como nos lo dice la segunda lectura de la Misa, que es pastor; el pastor que se ha vuelto cordero y en cuya sangre hemos sido limpiados y en cuya sangre nos hemos hecho consanguíneos de Dios.

3.- Cuando de verdad reine Dios, cuando haya llegado a su plenitud el Reino de Dios, ya nadie pasará hambre ni sed, ya no habrá sufrimiento. Todo eso es signo de que todavía no es Dios quien reina entre nosotros, sino el pecado y la injusticia.
Fijémonos en todo lo que promete Jesús. Contra todos esos profetas de desgracia y amenaza, Cristo da su palabra de que sus ovejas no perecerán y que nadie ni nada puede arrebatarlas de sus manos, la mano de Dios. Todo puede pasar menos que no se cumpla la palabra de Cristo.
Cuando vemos esas películas de endemoniados, ¿no se nos ocurre que todo eso predica a favor del poder de Satanás y, por lo tanto, a favor del Diablo? Nadie puede tocar lo que es de Cristo, así lo promete y asegura El. O Dios es Dios y entonces reina desde siempre y para siempre como Señor absoluto de todo, o, si alguien puede arrebatarle algo de lo que es suyo es que Dios ya dejó de ser Dios.
Lo malo, dice Cristo mismo, en el Evangelio según San Marcos, viene de nuestro corazón. ¿Nos negamos asumir nuestra responsabilidad? ¿Andamos predicando a favor del poder de Cristo o vivimos hablando del pecado y, por lo tanto, como personas que han perdido su fe en Cristo, como quienes han perdido su fe en su poder o en sus palabras?