VI Domingo de Pascua, Ciclo C.

San Juan 14, 23-29

Autor: Padre Antonio Díaz Tortajada

 

 

Hch 15, 1-2. 22-29.
Salmo 46
Ap 21, 10-14. 22-23.
Jn 14, 23-29.

1. En toda comunidad hay miembros que intentan mantener la Ley y el orden viejo a toda costa en contra de la novedad del Espíritu. La Iglesia no es una excepción, leámoslo en la primera lectura de la Misa, que ha sido tomada del libro de los Hechos de los Apóstoles. No es la Ley de Moisés la que salva, sino Cristo. Si la Ley de Moisés salva, Cristo ya no sirve para nada, nos dice San Pablo en sus cartas, que son para nosotros “Palabra de Dios”. Si Cristo salva no es la ley de Moisés la que puede salvarnos. Cristo es la puerta, la única puerta, y nadie puede entrar en el Reino si no entra por medio de Cristo. Dios es amor, no Ley. A nosotros nos toca defender el amor, a los fariseos judíos la Ley.
La discusión entre san Pablo y los que, judaizando, querían imponer la Ley de Moisés como el método para salvarse no es cosa del comienzo de la Iglesia, sigue en pleno siglo XX y seguirá mientras la Iglesia sea la comunidad de Cristo y haya en ella quienes, con toda buena voluntad, pero equivocados, pongan su fe no en Cristo, único nombre en quien podemos salvarnos, sino en la Ley de Moisés, con todas sus consecuencias. Preguntémonos: ¿Creemos en Cristo o en la Ley de Moisés? ¿Ponemos nuestra fe en Cristo o en la Ley de Moisés? ¿Predicamos el amor de Dios, que se ha hecho carne en Cristo, o predicamos la Ley de Moisés? ¿Nos sentimos libres de la Ley, pero empujados por el amor, para hacer todo lo que podamos para que llegue a su plenitud el reinado de Dios?

2.- La segunda lectura es del libro del Apocalipsis. La “nueva Jerusalén”, la comunidad definitiva y final de los salvados por Cristo, no tiene templo alguno, nos dice la Palabra de Dios. No es el templo el que asegura la presencia de Dios entre los cristianos, sino Jesucristo mismo. La comunidad es la Iglesia. Se le llama “iglesia” al edificio porque allí se reúne la “Iglesia”, que es la comunidad. “Cristiano, la Iglesia eres tú”, nos recuerdan cada año, pero ni nos lo queremos creer, ni vivimos de acuerdo a ello.
Nada ni nadie puede impedir definitivamente que llegue a su plenitud, algún día, el Reino de Dios; nada ni nadie puede impedir definitivamente que Dios acabe reinando de verdad en este nuestro mundo. Es aquí donde el Apocalipsis nos asegura y anuncia que llegará, sin falta, a vivir esa comunidad que tendrá a Jesucristo como presencia segura e inmediata de Dios en medio de su pueblo. Por eso decimos “venga a nosotros tu Reino” y no: “Llévanos ya a tu Reino”. ¿Lo creemos? ¿Lo deseamos? ¿Lo hacemos posible?
La tercera lectura es del Evangelio según San Juan. “El que me ama guardará mi palabra, mi Padre lo amará y vendremos a él. La palabra que oyen es de mi Padre”, dice Jesús mismo. Para Juan, Jesús es la Palabra, la comunicación, del Padre y, lógicamente, quien lo ama a El, ama la Palabra del Padre, y el Padre lo ama a él y lo habita junto con su Palabra. Esto, que a primera vista puede sonarnos a un juego de palabras, tiene una aplicación diaria en nuestras Misas; recordemos que la Misa está formada, fundamentalmente, por la liturgia de la Palabra y la liturgia de la comunión; junto a la palabra está la Eucaristía y entre las dos, nos re-presentan, nos vuelven a poner delante la cena pascual de Cristo con sus seguidores inmediatos.
“Les dejo mi paz, mi paz les doy”, dice Jesús en la última cena. Cuando dos amigos judíos se despedían se deseaban la paz y ese deseo, por muy buena voluntad que se tuvieran, no pasaba de allí. El deseo de Jesús, en su despedida, no es así. El deseo de Jesús es eficaz; El nos deja su paz porque El se queda con nosotros. Si no sentimos su paz, a lo peor es porque Cristo no está con nosotros, y tampoco el Padre-Dios, y es porque ni lo amamos a El ni a su Palabra. ¿Es así?
El Espíritu Santo, permanente educador y consejero, nos iluminará, dice Cristo en el Evangelio, la mente, nos llenará el corazón y nos dará fuerza para construir la sociedad en la que la justicia y la paz sean la justicia y la paz de Cristo, no el desorden establecido que imponen por la fuerza quienes tienen entre nosotros el poder de las armas económicas y militares. El Espíritu Santo en el que creemos y del que hablamos tanto, nos recuerda, cada día, que debemos hacer todo lo que en nuestra mano esté para que sea Dios quien reine y no el dinero, o el poder, o la comodidad o el sensacionalismo milagrerita.