Solemnidad. Domingo de Pentecostés
San Juan 20,19-23

Autor: Padre Antonio Díaz Tortajada

 

 

Hch 2, 1-11

Salmo 103

1 Co 12, 3b.12-13 (o bien Ga 5, 16-25)

Jn 20, 19-23  

1. Cincuenta días después de la noche de la Pascua, cincuenta días después del sábado Santo, la Iglesia ha puesto la conmemoración de la difusión del Espíritu Santo entre los miembros de la comunidad cristiana, como una forma de darle un nuevo sentido, en Cristo, a la fiesta judía de Pentecostés. En el mismo día de la resurrección Jesús sopló sobre sus discípulos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo”; para los primeros cristianos, la difusión del Espíritu era una primera consecuencia de la misma resurrección. Desenvolviendo pedagógicamente todo lo sucedido teológicamente con la resurrección, la Iglesia ha puesto la difusión del Espíritu de Dios en la fiesta judía de Pentecostés.

El relato que aparece en Hechos 2 no es sino una contraposición a lo ocurrido, según el libro del Génesis, en Babel cuando la construcción de la torre. Allí, en Babel, los juntaba la soberbia y, aunque hablaran el mismo idioma, no lograron entenderse. Aquí, en Jerusalén, los juntaba el mismo amor, el Espíritu Santo, y, aunque hablen distintos idiomas, se entienden los unos a los otros perfectamente. Notemos que en relato de los Hechos no se dice que Pedro hablara otras lenguas, sino que hablando en su idioma todos lo entendían. 

2. El día de Pentecostés los judíos presentaban delante de Dios, en el templo las primicias (la primera gavilla) de la cosecha del trigo. Para darle un nuevo sentido, adquirido en Cristo, a esa fiesta, los Hechos de los Apóstoles dicen que ese día se bautizaron, en el nombre de Jesús, alrededor de cinco mil personas; los primeros granos de la cosecha de Cristo resucitado. De paso, nadie podía comer trigo antes de la presentación de las primicias ante Dios en Pentecostés; hasta Pentecostés los panes que comía todo el pueblo de Israel eran de cebada. Así es que los panes que comió Jesús en la cena pascual eran panes de cebada, no de trigo, que sólo podía hornearse después de la fiesta de Pentecostés.

El Espíritu Santo no puede venir sobre nosotros y poseernos sin hacer de nosotros un solo cuerpo, el cuerpo de Cristo. Somos miembros del cuerpo resucitado de Cristo. Los miembros tienen vida sólo en el cuerpo y para el cuerpo. Fuera del cuerpo, el ojo o el brazo pierden su función y se pudren.  En el cuerpo, el ojo o la mano no funcionan para sí mismos, sino para el cuerpo entero.  Si la mano no le llevara comida a la boca, hasta la mano misma moriría. Eso es lo que nos recalca la segunda lectura de la liturgia de la fiesta de Pentecostés.

La retención de pecados o absolución de ellos que aparece en el Evangelio de hoy, no tiene nada que ver con lo que actualmente llamamos Sacramento de la Penitencia, sino con el Bautismo, única forma de perdón de los pecados que existía en la Iglesia de los primeros siglos. Todavía decimos en el Credo: creo en un solo bautismo para el perdón de los pecados. 

3. En el relato de los Hechos dice que se sintió un viento fuerte; la misma expresión que en hebreo significa “viento fuerte” significa, también “Espíritu Santo” y el escritor juega con los dos sentidos.

El relato dice que vieron como lenguas de fuego sobre cada uno de los apóstoles. No dice que se vieron lenguas de fuego, sino que cayó sobre ellos algo como lenguas de fuego. Se trata del bautismo o baño (porque eso es lo que significa la palabra griega “baptisma”) del Espíritu Santo, el baño del fuego divino, el baño del impulso que mueve a Dios y que movió toda su vida a Cristo, es el bautismo o baño de amor. Según los antiguos, el mundo tenía que ser purificado de sus pecados por dos baños universales, uno de agua y otro de fuego; el de agua era el diluvio, el de fuego fue este baño de Espíritu Santo, difundido por Cristo desde su resurrección.

Vayamos ahora al fondo y sentido teológico de la fiesta. Si Dios no fuera Espíritu Santo, si el Espíritu Santo no fuera Dios, si en Dios no existiera eso que llamamos Espíritu Santo, la vida fuera pura Ley, puro mandamiento, pura norma, pura institución, puro fariseísmo. Pero Dios es amor y el amor es Dios. A ese amor que es el impulso que mueve a Dios le llamamos teológicamente Espíritu Santo. Es el Espíritu Santo el que dio vida a Cristo y lo movió toda su vida; es el impulso del amor el que hizo vivir a Jesús como vivió, morir como murió y resucitar como resucitó. Pero el Espíritu Santo no sólo llenó a Cristo, el Espíritu de Dios habita, desde nuestro Bautismo y Confirmación, en nosotros como en un templo.  El mismo impulso que mueve a Dios, el mismo impulso que movió a Cristo, nos mueve a nosotros hacia Dios y los unos hacia los otros. ¿Es así?

El Espíritu Santo no tiene nada que ver con espiritismos populares que provocan ataques de histeria, nervios o epilepsia. El dueño de la casa, y el Espíritu santo lo es, no rompe las puertas; primero porque tiene las llaves y habita dentro; segundo, porque sabe, como dueño de la casa, lo que cuestan las puertas. 

4.- El Espíritu Santo no entra en ningún lado cuando se trata de hablar de su relación con la persona del cristiano. El Espíritu Santo habita en nosotros como en un templo y nos impulsa desde dentro a hacer todo lo que hizo Cristo, pues tenemos su fuerza en nosotros.

El Espíritu Santo es Dios. Cuando Dios posee algo no lo gasta o anula, sino que lo plenifica. Cuando el Espíritu Santo posee a alguien, esa persona no pierde su responsabilidad ni se reduce al comportamiento de un animal, sino, todo lo contrario, se plenifica como persona, es decir se vuelve más consciente, más responsable, más humana que nunca, más llena de amor, más llena de luz, más llena de paz.

Atribuir al Espíritu Santo fenómenos del psiquismo interior más íntimo no lleva sino a desprestigiar nuestra fe y a convertir nuestra religión en objeto de burla justificada por parte de personas serias y a las que, más bien, debiéramos hacerles posibles y deseable creer.