Solemnidad. El Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo
San Lucas 9, 11b-17

Autor: Padre Antonio Díaz Tortajada

 

 

Gn 14, 18-20

Salmo 109

1Co 11, 23-26

Lc 9, 11b-17

 

1. En el siglo XIII una monja pidió al Papa que creara una fiesta litúrgica celebrando el “cuerpo y la sangre de Jesucristo”, y el Papa accedió debido a las herejías que en esa época negaban esa presencia real. El Papa pidió nada menos que a Tomás de Aquino, el más grande teólogo de su época y doctor de teología católica de todos los tiempos, que creara la liturgia de la fiesta del “Corpus Christi”. Fruto de ese trabajo de Tomás de Aquino es el magnífico marco litúrgico con el que celebramos la fiesta del “Corpus Christi”

La primera lectura de la liturgia de hoy está sacada del libro del Génesis y fue atraída a esta festividad únicamente por la mención del pan y del vino y la mención de Melquisedec como sacerdote de Dios. La mención de Melquisedec, un sacerdote-rey pagano, como prototipo del sacerdocio cristiano pretende solamente descartar que el “sacerdocio” del Nuevo Testamento, el sacerdocio de Cristo, tenga nada que ver con el sacerdocio que los descendientes de Aarón ejercían en la religión judía. El sacerdocio de Cristo no tiene por qué parecerse en nada al sacerdocio judío pues no tiene nada que ver con él. La carta a los Hebreos tiene como finalidad expresa excluir esa continuidad sacerdotal.

La segunda lectura de la Misa nos transmite la tradición acerca de la Eucaristía tal como en la época de san Pablo se pasaba de una generación de cristianos a otra. El mismo San Pablo se encarga de recordarnos, en otro trozo de la misma carta, que de nada sirve conservar la “letra” de la celebración si el espíritu, el compartir por amor, está ausente de nuestras Eucaristías. 

2.- La multiplicación de los panes y los peces, relato de la tercera lectura de la Misa, es presentada aquí como signo-tipo de lo que después sería la Eucaristía cristiana: Compartir, repartir, saciarse, bendecir a Dios. Cuando se comparte por amor, todo alcanza y hasta sobra. Así como los granos de trigo y los de uva se han hecho una sola cosa en el pan y en el vino, los cristianos no pueden unirse y hacerse una sola cosa con Cristo sin hacerse una sola cosa los unos con los otros.

¿De verdad nos sentimos un solo cuerpo? ¿Estamos dispuestos a compartir lo que somos y tenemos? Hablemos ahora de la presencia para nosotros del cuerpo y de la sangre de Jesucristo en el sacramento de la Eucaristía.

Jesucristo está realmente presente en el sacramento de la Eucaristía. Jesucristo no está allí “chiquitito”, ni “bajado del cielo”, ni “encerrado en el sagrario”, ni con ojos y oídos como los que tenía, pero está realmente.

Jesucristo está allí, El, realmente, pero eso es una afirmación de nuestra fe, no de nuestro cerebro o de nuestras ciencias. ¿Creemos, siquiera, en esa presencia real? ¿Cómo saldríamos de una reunión en la que Jesús, el que aparece en los evangelios, estuviera con nosotros? ¿Saldríamos llenos de luz, llenos de alegría, llenos de amor, llenos de esperanza, llenos de fuerza; salimos así de cada Eucaristía? Porque nosotros los católicos decimos que, en cada Eucaristía, Cristo está realmente presente. 

Jesucristo está sacramentalmente presente. Su presencia es real, pero sacramental, es decir “bajo las especies de pan y de vino”. Su presencia es sacramental, pero real. Sólo la fe nos hace creer en que eso que comemos y bebemos, que parece pan y parece vino es, para nosotros, por la fe, realmente el cuerpo y la sangre de Cristo.

Cristo está allí no para que lo veamos o admiremos, ni siquiera para que lo aclamemos, sino para que lo comamos. “El que coma y el que beba”, dice Jesús, bien claramente, en el Evangelio de este domingo. La Misa no es un concierto, no es para ir a oír; no es un espectáculo, para verla. La Eucaristía es un banquete, y a los banquetes se va a comer, aunque no sólo se vaya a comer.

Tomás de Aquino vivió, precisamente, en un siglo en el que los “milagros” eucarísticos se multiplicaron frente a las herejías que negaban la presencia real. Interrogado una vez acerca de qué pensaba él sobre esos “milagros”, Tomás respondió que esa sangre que aparecía en las hostias profanadas por herejes podía ser cualquier cosa menos la sangre de Cristo. 

3.- Recordemos la palabra de Jesús mismo: “Bienaventurados los que sin ver creyeren”. Recordemos, también, lo que san Pablo nos dice: “Cristo resucitado no muere más”; agreguemos nosotros que tampoco sangra más.  Eso sí, “Estamos completando en nuestro cuerpo lo que falta a la pasión de Cristo”. Cuando se apalea, tortura, o profana, a la persona de un prójimo, se está profanando al cuerpo de Cristo; porque nosotros somos los miembros de su cuerpo. Así lo pensaba bien claramente San Agustín cuando decía: cuando el sacerdote dice “esto es mi cuerpo” o “esto es mi sangre” sobre el pan y sobre el vino que están encima del altar, ¿el cuerpo de quién es el que está sobre el altar? El cuerpo de nosotros porque nosotros somos el cuerpo de Cristo.