Solemnidad. Natividad del Señor (25 de diciembre)

San Juan 1, 1-18: Misa del día

Autor: Padre Antonio Díaz Tortajada

 

 

Is 52, 7-10
Salmo 97, 1-6
Hb 1-6
Jn 1, 1-18

1. El evangelio de san Juan no se habla del niño ni de la madre, no se dice nada de los pastores y de sus ovejas, nada del cántico de los ángeles, que anuncian a los humanos la paz partiendo de la gloria del cielo.
En este evangelio se habla de una luz que ilumina en las tinieblas; habla de la gloria de Dios que nosotros podemos contemplar. Y habla del Señor Jesús que no fue aceptado por los hijos. Ahí está, pues, el establo en el que el hijo de David debía nacer, puesto que no había lugar para Él en el lugar común de la ciudad de Belén. Estamos hablando de lo mismo, pero desde distintos puntos de vista.

2. Nuestro evangelio ha hablado de la causa y motivo de nuestra alegría hoy, y del contenido propio de la fiesta de Navidad: “El verbo se hizo carne y habitó entre nosotros”. En Navidad no celebramos el día natalicio de un hombre grande cualquiera como los hay y muchos. Tampoco celebramos simplemente el misterio de la infancia o de la condición de niño.
Ciertamente que lo puro y lo abierto del niño nos hace esperar y nos proporciona esperanza. Nos da ánimos para contar con nuevas posibilidades del ser humano.
Pero si nosotros en Navidad nos aferramos demasiado a eso solo, el nuevo comienzo de la vida que se da en el niño, entonces lo único que podría quedar en definitiva sería la tristeza: Porque también esto «nuevo» acaba por hacerse viejo y usado. También el niño será presa y botín de la muerte.
Si nosotros no tuviéramos otra cosa que celebrar que solo el idilio del nacimiento de un ser humano y de la infancia, entonces en último extremo no quedaría nada de tal idilio; entonces cabría preguntarse si el nacer no es algo triste, puesto que sólo lleva a la muerte. Por eso es tan importante observar que aquí ha ocurrido algo más: “El verbo se hizo carne”.

3. “Este niño es Hijo de Dios”. Aquí sucedió lo tremendo, lo impensable y, sin embargo, también lo siempre esperado: Dios vino a habitar entre nosotros. Él se unió tan inseparablemente con el hombre, que este hombre es efectivamente Dios de Dios, Luz de Luz y a la vez sigue siendo verdaderamente hombre.
Así vino a nosotros efectivamente el eterno sentido del mundo de tal forma que se le puede contemplar e incluso tocar. Pues lo que san Juan denomina “la palabra” o “el verbo” significa en griego al mismo tiempo algo así como el sentido. Según eso, podemos también traducir nosotros: El sentido se ha hecho carne.
Pero este sentido no es simplemente una idea corriente que se pone de moda en el mundo. El sentido se ha aplicado a nosotros y ha vuelto a nosotros. El sentido es una palabra y nos llama, nos conduce. Está pensado para cada uno de nosotros de una manera totalmente personal. El mismo es una persona: el hijo del Dios vivo, que nació en el establo de Belén.
A muchos hombres nos parece esto demasiado hermoso para que sea verdadero. Aquí se nos dice: Sí, existe un sentido, pero éste no es una protesta impotente contra lo que carece de sentido. No. El sentido tiene poder. Es Dios. Y Dios es bueno y se halla totalmente próximo, al alcance de la voz, y se le puede alcanzar siempre desde que nació en Belén.

4. A veces me pregunto si somos demasiado orgullosos para ver a Dios. Él vino, sin embargo, como niño para quebrar nuestra soberbia. Tal vez nosotros capitularíamos antes frente al poder o a la sabiduría. Pero Él no quiere nuestra capitulación, sino nuestro amor. Él quiere librarnos de nuestra soberbia y así hacernos efectivamente libres. Evoquemos aquí parte de una nana de María a Jesús Niño del gran poeta san Efrén: “¡Qué descarado eres, niño, /que te tiras a los brazos de todos!/... Es como si tu amor / tuviese hambre de los hombres”.