Bautismo del Señor

Autor: Padre Antonio Díaz Tortajada

 

 

Is 40, 1-5.9-11
Salmo 103, 1-2
Tt 2, 11-14
Lc 3, 15-16. 21-22


1. A las orillas del Jordán, Juan Bautista predica la conversión de los pecados para acoger el Reino de Dios
que se aproxima. Jesús desciende con la gente al agua para hacerse bautizar. El bautismo para los judíos
era un rito penitencial, al cual se acercaban confesando los propios pecados. Sin embargo, el bautismo que
Jesús recibe no es un bautismo de penitencia; la manifestación inesperada del Padre y del Espíritu le da un
significado preciso. Jesús es proclamado “hijo amado” y sobre Él se posa el Espíritu que lo reviste de la
misión de profeta, sacerdote y rey.


2.
Isaías anuncia el retorno del pueblo elegido de Babilonia a Jerusalén. Es una verdadera explosión de
alegría no tanto por el acontecimiento histórico en sí mismo, sino por los motivos invisibles relacionados con
la liberación: se habla del perdón total de los pecados ya expiados y del restablecimiento de la amistad
entre Dios y su pueblo, en donde Dios actúa como un pastor en medio de su rebaño. Se trata del pastor
que viene con poder pero sobre todo con amor; con un amor muy especial que libera al pueblo. A esta
voluntad divina de encontrarse con el hombre debe corresponder la voluntad del hombre de encontrarse con
su Dios.
La carta a Tito, por otra parte, un texto muy denso y rico que podemos dividir en dos partes y en la primera
el apóstol desarrolla tres puntos muy importantes: En primer lugar, indica que el significado de la venida del
Señor entre nosotros está en que es la manifestación de la gracia de Dios, y además, es fuente de
salvación.
Después, en pocas palabras, nos dibuja la obra llevada a cabo por Jesús por la cual nos ha salvado.
Finalmente nos hace saber cómo, en base a esta verdad y al ejemplo de Cristo, debe orientarse la vida de
todo cristiano; concretamente, debe renunciar al mal, vivir en la justicia y en la piedad, así como debe
estar atento a su gran salvador y Dios.
En la segunda parte de este trozo paulino se profundiza especialmente en un punto fundamental de la
doctrina apostólica. Se trata de la afirmación de que la manifestación de Jesús, no sólo en su nacimiento,
sino toda su vida, no es otra cosa que el fruto del amor y la misericordia de Dios. La finalidad de esta forma
de actuar de Dios es, nada menos que hacernos sus hijos, regenerándonos mediante el bautismo por medio
del Espíritu a fin de que podamos aspirar a una total posesión de la salvación.

3. -
El fragmento del evangelio de san Lucas es muy semejante al de Mateo y de Marcos, especialmente en
la primera parte, donde está la interrogante del pueblo acerca de la identidad del bautista. Juan aclara, sin
ambages, que no es el Mesías; que es tan distinto, que ni siquiera se debe comparar.
Propio de Lucas es el hecho de que Jesús esté en oración al momento de su bautismo, y el don del Espíritu,
en forma visible como de paloma, es como la respuesta a esa oración. Esto es algo muy propio de este
evangelista. Se dice que el cielo se abrió y bajó el Espíritu Santo.
“Antes, las puertas del cielo permanecían cerradas ––escribe san Hipólito–– y la región de arriba era
inaccesible” lo cual significa, que “se hizo la reconciliación del visible con los invisible. Los poderes del cielo
se llenaron de alegría y fueron curadas las enfermedades de la tierra; las cosas que permanecían
escondidas salieron a la luz; los que estaban entre el número de los enemigos se hicieron amigos”.

4.-
El Bautismo de Jesús es la celebración de la manifestación de la Trinidad en nombre de la cual somos
bautizados. Pero la narración es también una descripción de la Iglesia que, como Jesús, ora y hace que
descienda el Espíritu sobre nosotros para que seamos hijos de Dios. De manera que cada vez que la Iglesia
bautiza, se oye, en cierto modo, la voz del Padre que nos llama hijos amados, pues ve en nosotros a su
propio Hijo.
Estamos llamados a realizar el proyecto del Padre en nosotros y a favor de todos los que Él nos quiera
encomendar. El bautismo nos pone en comunión con Dios y con su familia santa: la Iglesia. Por este
sacramento pasamos de la solidaridad en el pecado a la solidaridad en el amor de hermanos.
Por eso, podemos decir una vez más que vivir cristianamente, no es otra cosa que vivir el propio bautismo.