XXII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
Mt 16, 21-27
Autor: Padre Antonio Díaz Tortajada
Jr 20,7-9
Salmo 62, 2-9
Rm 12, 1-2
Mt 16, 21-27
1.-El cristianismo no es una religión de actos, sino de actitudes. Y lo es así
porque la fe en el Evangelio es un compromiso de la persona en cuanto tal con el
mensaje de Jesús de Nazaret, y no sólo la adhesión intelectual a un sistema de
verdades o de sabidurías. Lo es, además, porque --apurando quizá los términos--
el cristianismo no es una una religación o religión.
Las religiones se caracterizan por el intento del hombre de “hacerse con Dios”,
de granjearse su benevolencia y de alejar de la vida humana la intervención
maléfica o vengativa de los poderes superiores. El cristianismo, por el
contrario, es la aceptación de una iniciativa divina que ofrece al hombre la
salud.
El creyente en Jesús no tiene que realizar esfuerzo alguno para “hacerse con
Dios” y ganarse su benevolencia y escapar a sus iras. El Dios que en Jesús de
Nazaret se presenta como salvador del hombre no reclama la realización de actos
para conseguir su buena voluntad ni la ejecución de ritos para apaciguar sus
enojos.
El Dios de Jesús es un Dios de salvación a partir del momento y hora en que Él,
por amor al hombre, da el primer paso de acercamiento a los hombres para salvar
a todos.
2.- Pero si no actos, el cristianismo si exige posturas, actitudes mantenidas,
posiciones personales permanentes. Lo exige no por imposiciones legalistas, sino
como derivación lógica y natural del cambio que el saberse salvados en esperanza
estimula en el creyente el ofrecimiento de la salud. Por la fe con la que el
hombre acepta la salvación de Dios, todo es “novedad” en la vida del creyente:
El tiempo, su persona, los demás, las cosas todas, la convivencia, el amor y
hasta muerte adquieren un nuevo y cierto significado.
La condición de creyente no aleja al hombre desde su propio drama ni soluciona
automáticamente problema alguno de la existencia; pero la certeza de que el
drama de la vida tiene un desenlace de salvación y la seguridad de que los
problemas no son planteamientos absurdos, sino “haber” humano que un día será
perpetuado en la eternidad de Dios, lleva al hombre a “ver” la realidad de este
mundo con ojos nuevos. De ahí toda esa larga teoría de las metáforas que, con
referencia al “mensaje” y a los creyentes, hablan de la luz, de la sal, del
camino, de la libertad, la verdad y la vida.
Todo sigue igual en la vida del creyente y del que no lo es; todo, menos el
sentido y el alcance del vivir, y, en consecuencia, el estilo nuevo que inspira
al quehacer humano. Todo igual, menos las posturas radicales del hombre ante la
propia existencia, la existencia de los otros y la realidad de las “cosas”
3.- Somos creyentes en la medida en que la fe nos arrastra libremente a adecuar
nuestras posturas, actitudes y criterios de valoración a las posturas, actitudes
y criterios de Jesús de Nazaret. El evangelio de san Mateo nos convoca hoy a una
serie de “despropósitos”, y Pedro es llamado “Satanás” por el mismo Cristo
cuando el apóstol se permite la osadía de querer convertir la postura de Jesús a
su propia postura, nacida de carne y sangre.
¿No es “despropósito” el que Cristo proclame la necesidad de perder la vida para
ganarla, frente a nuestro comportamiento carnal que trata de asegurar la vida a
todo precio?
¿No es “despropósito” que se nos estimule a tomar la cruz de la existencia
--símbolo de los supremos compromisos parta la liberación de los hombres--,
frente a nuestra tendencia natural al egoísmo y a pasar lo mejor que podamos,
vueltos de espaldas a las urgencias de de este mundo?
¿No es “despropósito” que se nos aguijonee a dar calibre al vivir, frente a la
tentación de rodear de muchos bienes una vida que, por eso mismo, se hace
inauténtica?
4.- Pablo, en su carta a los cristianos de Roma, prolonga esta misma enseñanza:
“No os ajustéis a este mundo, sino transformados por la renovación de la mente,
para que sepáis discernir lo que es la voluntad de Dios, lo bueno, lo que
agrada, lo perfecto.”
Y este Dios incómodo, desmitificador, intranquilizante para nuestros criterios
de carne y de sangre, es el Dios con el que lucha internamente el profeta
Jeremías cuando dice: “Me sedujiste, Señor, y me deje seducir; me forzaste y me
pudiste...
La Palabra del Señor se volvió para mí oprobio y desprecio y todo el día... Pero
la Palabra era en mis entrañas fuego ardiente, encerrado en en los huesos...
Intentaba contenerla, y no podía”.