XXVIII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
Mt 22, 1-14
Autor: Padre Antonio Díaz Tortajada
Is, 6-10a
Salmo 22
Flp 4, 12-14.19-20
Mt 22, 1-14
1.-
En un tipo de sociedades formalistas el traje alcanzó --y alcanza
todavía hoy-- una importancia definitiva. No se trata, naturalmente, de una
cuestión caprichosa, sino de un reflejo condicionado que deduce del aspecto
exterior la interpretación interior de una persona o de un grupo social. Esta
norma se observaba de forma muy estricta hasta hace tiempo; hoy, cambiado de
signo el estilo social, existe el peligro de caer en el extremismo contrario: El
cultivo sistemático del no-traje o del traje deteriorado como expresión de una
actitud. Creo que, admitida una lejana capacidad de indicio a través del
vestido, la persona es mucho más compleja que los cuatro trapos que puede llevar
o no llevar. No se es progresista por ponerse una vaqueros y dejarse crecer la
barba ni se se conservador por vestir un traje de impecable corte y hechura. La
experiencia lo demuestra a diario. Afortunadamente.
2.-
Suponemos que esta elementalísima reflexión sobre el traje nos sitúa en
buena perspectiva para interpretar la cifra que nos viene dada a través de la
parábola del invitado, que fue expulsado del banquete por no llevar traje de
fiesta. Al menos nos evitaría el peligro de pensar que se trata de un problema
de protocolo o de rigorismo en la etiqueta. La boda no se celebraba en un
restaurante de cinco tenedores ni los invitados eran un grupo de tecnócratas.
Venían de las calles y de los caminos; había sido seleccionado sin problemas de
indumentarias. Todos han sido invitados a compartir un banquete de “manjares
suculentos y vinos de solera”. Es el banquete de la vida y de la salvación.
Todos son invitados. Pero algunos invitados rechazan la invitación. Son los
desagradecidos, los satisfechos, los cómodamente instalados. “Venid a la
fiesta!”, nos dice a todos el Señor. Pero hace falta participar del banquete con
el traje de fiesta.
3.-
El símbolo del traje de fiesta es válido si tenemos en cuenta que el
traje no es aquí más que una traducción obvia de una actitud interior. Al
invitarnos Dios a ser cristianos nos exige una transformación radical, un
desnudamiento íntimo de todas nuestras adherencias menos nobles. Nos quiere
hombres nuevos, diversos, marcados a fondo por un nuevo principio vital que va
más allá de toda frontera de pueblo, cultura, raza, condición social. Dios nos
invita a todos, aunque nos encontremos en los caminos, en las encrucijadas;
aunque no seamos de los “primeros convidados”. Pero nos quiere distintos,
transformados, “con traje de fiesta”. Es la idea que recoge san Pablo cuando
escribe a los romanos: “Vestíos del Señor Jesucristo”.
4.-
El único traje de cristianos debe ser justamente ése: Jesucristo. Un
único traje para toda la vida, del que desgraciadamente nosotros muchas veces
cambiamos al menos la chaqueta. Pero debemos tener bien en claro que cualquier
otro vestido, por muy atractivo que sea, no nos valdrá para sentarnos un día en
el banquete del Reino.