Solemnidad de la Inmaculada Concepción
Lc 1, 26 – 38
Autor: Padre Antonio Díaz Tortajada
Gn 3, 9-15.20
Salmo 97
Ef 1, 3-6. 11-12
Lc 1, 26-38
1. Elegida para ser la Madre del Salvador, la Santísima Virgen ha sido
dotada por Dios con dones a la medida de la misión importante que tiene que
realizar. En el momento de la Anunciación, el ángel Gabriel la saluda como la
“llena de gracia” y Ella responde: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí
según tu palabra”.
Para poder dar el asentimiento libre de su fe al anuncio de su vocación era
preciso que María estuviese totalmente conducida por la gracia de Dios.
Preservada inmune de toda mancha de pecado original en el primer instante de su
concepción, María es la “digna morada” escogida por el Señor para ser la Madre
de su Hijo.
2. Abrazando la voluntad salvadora de Dios con toda su vida, María colaboró de
manera totalmente singular a la obra del Salvador por su fe, esperanza y
ardiente amor, para restablecer la vida sobrenatural de los hombres. Por esta
razón es nuestra madre en el orden de la gracia.
Madre de Dios y Madre nuestra, María ha sido asociada para siempre a la obra de
la redención, de modo que continúa (Ella) procurándonos con su múltiple
intercesión los dones de la salvación eterna. En Virgen, la Iglesia ha llegado
ya a la perfección, sin mancha ni arruga; por eso acudimos a Ella como “modelo
perenne”, en quien se realiza ya la esperanza final y plena.
¿De dónde le viene a María su santidad del todo singular con que ha sido
enriquecida? De Cristo, pues ha sido “redimida de la manera más sublime en
atención a los méritos de su Hijo”. Por eso ha sido bendecida por el Padre de
los cielos más que ninguna otra persona creada y ha sido elegida «antes de la
creación del mundo para ser santa e inmaculada en su presencia, en el amor».
Confesar que María, nuestra Madre, es la “toda santa” —como la proclama la
tradición oriental— significa acoger con todas sus consecuencias el compromiso
que ha de dirigir toda la vida cristiana: “Todos los cristianos, de cualquier
clase o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la
perfección del amor”.
3. María Inmaculada está situada en el centro mismo de aquella enemistad que
acompaña la historia de la humanidad en la tierra y la historia misma de la
salvación. “Por su pecado, Adán, en cuanto primer hombre, perdió la santidad y
la justicia originales que había recibido de Dios no solamente para él, sino
para todos los seres humanos”.
El pecado personal de nuestros primeros padres ha afectado a toda la naturaleza
humana: Todo ser humano, en efecto, está afectado en su naturaleza humana por el
pecado original.
Pero la Purísima Concepción —tal como llamamos con fe sencilla y certera a la
bienaventurada Virgen María—, al haber sido preservada inmune de toda mancha de
pecado original, permanece ante Dios, y también ante la humanidad entera, como
signo inmutable e inviolable de la elección por parte de Dios. Por eso esta
elección, en la que también entramos nosotros, es más fuerte que toda la fuerza
del mal y del pecado que ha marcado la historia del hombre.
En María contemplamos la belleza de una vida sin mancha entregada al Señor. En
Ella resplandece la santidad de la Iglesia que Dios quiere para todos sus hijos.
En Ella recuperamos el ánimo cuando la fealdad del pecado nos introduce en la
tristeza de una vida que se proyecta al margen de Dios. En Ella reconocemos que
es Dios quien nos salva, inspirando, sosteniendo y acompañando nuestras buenas
obras.
En Ella encuentra todo cristiano y toda persona de buena voluntad el signo
luminoso de la esperanza. En particular, “desde que Dios la mirara con amor,
María se ha vuelto signo de esperanza para la muchedumbre de los pobres, de los
últimos de la tierra que han de ser los primeros en el Reino de Dios”.
4. Al inicio del año litúrgico, en el tiempo del Adviento, la celebración de la
Inmaculada nos permite entrar con María en la celebración de los misterios de la
vida de Cristo, recordándonos la poderosa intercesión de Nuestra Madre para
obtener del Espíritu Santo la capacidad de engendrar a Cristo en nuestra propia
alma, como pidiera ya en el siglo VII san Ildefonso de Toledo en una oración de
gran hondura interior: “Te pido, oh Virgen Santa, obtener a Jesús por mediación
del mismo Espíritu, por el que tú has engendrado a Jesús. Reciba mi alma a Jesús
por obra del Espíritu, por el cual tu carne ha concebido al mismo Jesús (…). Que
yo ame a Jesús en el mismo Espíritu, en el cual tú lo adoras como Señor y lo
contemplas como Hijo”.