II Domingo de Navidad, Ciclo B
Jn 1, 1-18
Autor: Padre Antonio Díaz Tortajada
Si 24, 1-2, 8-12
Salmo 47, 12-20
Ef 1, 3-6.15-18
Jn 1, 1-18
1. En el evangelio que acabamos de proclamar parece que todo lo que nos
es amable y familiar del nacimiento de Jesucristo en el portal de Belén se ha
alejado a la extraña dimensión del misterio.
Aquí ya no se habla ya del niño ni de la madre, no se dice nada de los pastores
y de sus ovejas, nada del cántico de los ángeles, que anuncian a los humanos la
paz partiendo de la gloria del cielo.
En este evangelio se habla también de otro modo de una luz que ilumina en las
tinieblas; habla de la gloria de Dios que nosotros podemos contemplar. Y habla
del Señor Jesús que no fue aceptado por los hijos. Ahí está, pues, el establo en
el que el hijo de David debía nacer, puesto que no había lugar para Él en el
lugar común de la ciudad de Belén. Estamos hablando de lo mismo, pero desde
distintos puntos de vista.
2. Nuestro evangelio ha hablado de la causa y motivo de nuestra alegría hoy, y
del contenido propio de la fiesta de Navidad: «El verbo se hizo carne y habitó
entre nosotros». En Navidad no celebramos el día natalicio de un hombre grande
cualquiera como los hay y muchos. Tampoco celebramos simplemente el misterio de
la infancia o de la condición de niño.
Ciertamente que lo puro y lo abierto del niño nos hace esperar y nos proporciona
esperanza. Nos da ánimos para contar con nuevas posibilidades del ser humano.
Pero si nosotros en Navidad nos aferramos demasiado a eso solo, el nuevo
comienzo de la vida que se da en el niño, entonces lo único que podría quedar en
definitiva sería la tristeza: Porque también esto «nuevo» acaba por hacerse
viejo y usado. También el niño será presa y botín de la muerte.
Si nosotros no tuviéramos otra cosa que celebrar que solo el idilio del
nacimiento de un ser humano y de la infancia, entonces en último extremo no
quedaría nada de tal idilio; entonces cabría preguntarse si el nacer no es algo
triste, puesto que sólo lleva a la muerte. Por eso es tan importante observar
que aquí ha ocurrido algo más: «El verbo se hizo carne».
3. «Este niño es Hijo de Dios», canta un villancico. Aquí sucedió lo tremendo,
lo impensable y, sin embargo, también lo siempre esperado: Dios vino a habitar
entre nosotros. Él se unió tan inseparablemente con el hombre, que este hombre
es efectivamente Dios de Dios, Luz de Luz y a la vez sigue siendo verdaderamente
hombre.
Así vino a nosotros efectivamente el eterno sentido del mundo de tal forma que
se le puede contemplar e incluso tocar. Pues lo que san Juan denomina “la
palabra” o “el verbo” significa en griego al mismo tiempo algo así como el
sentido. Según eso, podemos también traducir nosotros: El sentido se ha hecho
carne.
Pero este sentido no es simplemente una idea corriente que se pone de moda en el
mundo. El sentido se ha aplicado a nosotros y ha vuelto a nosotros. El sentido
es una palabra y nos llama, nos conduce. Está pensado para cada uno de nosotros
de una manera totalmente personal. El mismo es una persona: el hijo del Dios
vivo, que nació en el establo de Belén.
A muchos hombres nos parece esto demasiado hermoso para que sea verdadero. Aquí
se nos dice: Sí, existe un sentido, pero éste no es una protesta impotente
contra lo que carece de sentido. No. El sentido tiene poder. Es Dios. Y Dios es
bueno y se halla totalmente próximo, al alcance de la voz, y se le puede
alcanzar siempre desde que nació en Belén.
4. A veces me pregunto si somos demasiado orgullosos para ver a Dios. Él vino,
sin embargo, como niño para quebrar nuestra soberbia. Tal vez nosotros
capitularíamos antes frente al poder o a la sabiduría. Pero Él no quiere nuestra
capitulación, sino nuestro amor. Él quiere librarnos de nuestra soberbia y así
hacernos efectivamente libres. Permitidme por ello que evoquemos aquí parte de
una nana de María a Jesús Niño del gran poeta san Efrén: « ¡Qué descarado eres,
niño, /que te tiras a los brazos de todos!/... Es como si tu amor / tuviese
hambre de los hombres».