Fiesta. El Bautismo del Señor

Mc 1, 7-11

Autor: Padre Antonio Díaz Tortajada

 

Is 55, 1-11
Salmo (Is) 12, 2-6
1 Jn 5, 1-9
Mc 1, 7-11


1.- La liturgia de este domingo celebra el llamado bautismo de Jesús por Juan en las aguas del Jordán. Es la segunda epifanía (“manifestación”) que, en la intención y sucesión de los textos evangélicos, tiene su tercer y último capítulo en el relato de las bodas de Caná.

En las liturgias de Oriente, y en los primitivos misales y antifonarios, las tres epifanías --a los Magos, en el Jordán y en Caná de Galilea-- formaban un todo único. La intención es clara: En la epifanía a los Magos, Cristo se nos manifiesta como el Salvador de todos los hombres y pueblos; en la epifanía del Jordán, Cristo aparece como el profeta que pone su vida al servicio del designio salvador de Dios; en la epifanía, por último, de Caná, Cristo se nos revela como el liberador que transforma la existencia e inicia los nuevos cielos y la nueva tierra... Se trata de tres capítulos que se complementan unos a otros y en los que los diversos temas se entrecruzan y entreveran cual si se tratase de una melodía cantada en tonos diferentes y complementarios...

Toda la realidad del mensaje está contenida aquí, como en embrión o síntesis de urgencia. Estamos ante un gran esquema. Todo lo que se escriba después en los textos evangélicos no será sino glosa y desenvolvimiento de estas iniciales afirmaciones.

2.- Cristo salvador de todos los pueblos y de todos los hombres, es el tema-base de los textos de la liturgia de este domingo.

Isaías, cuya palabra había ilustrado el tema de los Magos, vuelve a decir del Mesías que Dios lo destina a “ser alianza de un pueblo y luz de las naciones”. En el libro de los Hechos de los Apóstoles, y como introducción al bautismo de los primeros gentiles, Pedro comenta: “Dios no hace distinciones; acepta al que lo teme y practica la justicia, sea de la nación que sea”; y remacha esta misma idea al afirmar que “envió su palabra a los israelitas anunciando la paz que traería Jesucristo, el Señor de todos”.

Cristo realiza esta salvación universal al dar cumplimiento al designio de Dios, al ponerse por completo al servicio de la voluntad salvadora del Padre. En la figura del “siervo de Yahvé”, el profeta pronuncia la condición radical de Cristo. Será éste “el elegido” en quien Dios tiene puestas todas sus complacencias; pero la elección mira al cumplimiento de la misión que se le confía, y la complacencia de Dios surge hacia su hijo porque éste pone todo su ser al servicio del cometido salvador que le define. Es el “elegido” para ser “el siervo”, y porque es el “siervo” hacia él se enderezan las complacencias del Padre.

El tercer tema introduce unas iniciales precisiones sobre el contenido último y más radical de la misión confiada al “siervo de Yahvé”. El profeta dice que el siervo “traerá el derecho a las naciones”, que “implantará el derecho en la tierra”, que “abrirá los ojos a los ciegos”, “sacará a los cautivos de la prisión” y “de la mazmorra a los que habitan en tinieblas”.

Juan el Bautista dirá que Cristo viene “con el bieldo en la mano para limpiar su era y recoger el trigo en su granero; para quemar la paja con el fuego que no se apaga”. Pedro, por su parte, resumirá todo lo actuado por Cristo afirmando que “después del bautismo predicado por Juan... Dios ungió (schrisen) de Espíritu Santo a Jesús de Nazaret, el cual pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo”. Resucitado por Dios, Cristo queda constituido en “juez de vivos y muertos”, y cuantos crean en él alcanzarán el perdón de los pecados.

La unción por el Espíritu confirió al Señor su nombre: Cristo; unción ciertamente espiritual, puesto que fue ungido con el Espíritu por Dios Padre. La importancia que a los ojos de los primeros cristianos revestía el misterio de la unción era tal que hacían derivar de ella el nombre mismo de “cristianos”. Cristianos, según su interpretación, no significa en primer lugar “seguidores de Cristo”, sino más bien quiere decir “partícipes de la unción de Cristo”.

La salvación para todos, sin exclusión de nadie ni preferencias para ninguno, hombre o pueblo; salvación que nos será dada por Dios a cuantos libre y coherentemente hayamos aceptado su designio sobre el mundo; salvación que consiste en renovar la convivencia humana por los caminos de la justicia y del derecho, y que tendrá su plenitud eterna en la resurrección, última y total liberación del hombre.

3.- Después de habernos dado cuenta de la importancia que el bautismo tuvo para Jesús, podemos deducir la importancia que éste tiene para la Iglesia. La Iglesia es la continuación histórica de la unción de Cristo con el Espíritu. Nosotros somos “cuerpo de Cristo”, es decir Iglesia, porque estamos ungidos por el Espíritu de Cristo.

El Espíritu Santo es el misterio de la permanencia de Jesús en medio de nosotros; él se hace presente, haciendo presente a Jesús; hasta el punto de que el apóstol Pablo puede decir, con una frase gramaticalmente elíptica pero verdadera que “el Señor es el Espíritu”; esto es, el Señor Jesús, resucitado vive y se manifiesta en el Espíritu

Para podernos poner en contacto con el misterio de la unción de Jesús necesitamos el esfuerzo personal. Al plano histórico (el bautismo de Jesús en el Jordán) y al plano sacramental (nuestro bautismo), se debe añadir el plano existencial o moral. Es más, todo aquello que la palabra de Dios nos ha revelado tiende a este plan operativo, tiende a producir su fruto en nosotros. Y el fruto es este: Que lleguemos a ser nosotros mismos “buen olor de Cristo” en el mundo. Para ello hace falta romper el frasco de alabastro de nuestra humanidad, esto es, que mortifiquemos las obras de la carne, el hombre viejo, que hace de escudo en nosotros a la irradiación del Espíritu.