IV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
Mc 1, 21-28
Autor: Padre Antonio Díaz Tortajada
Dt 18, 15-20
Salmo 94
1Cor 7, 32-35
Mc 1, 21-28
1. - El evangelio de Marcos subraya que Jesús hablaba a las
muchedumbres con valentía, con audacia, sin callarse nada de lo que tenía que
decir, sin “tener pelos en la lengua”, por usar una expresión popular. La de
Jesús es una predicación libre, comprometida, que llama al pan, pan, y al vino,
vino. Gustara más o menos su mensaje pero Él se sabe obligado y urgido a
transmitir lo que había recibido del Padre sin que cuenten para Él las
prudencias carnales ni los miramientos.
Numerosos textos de la Escritura adscribirán esta cualidad a la primera
predicación cristiana, en seguimiento de la audacia del propio Cristo. En Jesús,
esta libertad absoluta de expresión le llevó a la muerte, y, por ello, la
fidelidad o lealtad a la misión que se le había confiado sobresale entre las
primeras características de Cristo. Y para los primeros predicadores del Mensaje
cristiano, esta misma fidelidad, que desafía a las autoridades civiles, a las
autoridades religiosas o los criterios de la gente, aparece como la cualidad
fundamental de quien ejerce el ministerio de la palabra.
2. Para entender esta fidelidad conviene no perder de vista que el proclamador
evangélico no enseña de su propia sabiduría, sino que dispensa el Mensaje
recibido de Dios. En realidad, el proclamador no posee la Palabra, sino que está
poseído por ésta, ya que tanto la iniciativa del Mensaje como la designación del
proclamador del mismo es siempre acción de Dios. Del profeta se afirma en la
Escritura que “Dios ha puesto sus palabras en su boca” y que el profeta “dirá lo
que Yo le mande”. Y más, según se expresa el texto del Deuteronomio, que hoy la
liturgia pone a reflexión de la comunidad creyente: “A quien escuche las
palabras que pronuncie en mi nombre, yo le pediré cuentas. Y el profeta que
tenga la arrogancia de decir en mi nombre lo que yo no le haya mandado o hable
en nombre de dioses extranjeros es reo de muerte”. Una vez más, la fe cristiana
subraya que en la Iglesia es punto clave la referencia a la iniciativa de Dios.
A diferencia de otras religiones, el cristianismo no es resultado de una
admirable y esforzada búsqueda de la divinidad, sino la aceptación ––y eso es la
fe–– del Mensaje que dios, en beneficio del mundo, ha tenido a bien revelar.
3.- Y porque es de Dios la Palabra que el predicador proclama, se precisa de
mucha valentía y audacia para no ocultar ni tergiversar los contenidos del
Mensaje. Dios, en sus proyectos sobre el mundo, esta muy por encima de los
proyectos humanos. El Evangelio es un revulsivo para muchos criterios de carne y
sangre. Libera al que lo acepta con lealtad, pero de entrada hace cambiar toda
la escala de valores con que el hombre suele actuar. Las “bienaventuranzas” son
“el no da más” de esta inversión de criterios y valores. Donde la carne postula
riqueza, poder, explotación, injusticia, egoísmo, superficialidad o hedonismo,
las “bienaventuranzas” propugnan amor, justicia, mansedumbre, pacificación,
misericordia, libertad, tomare la vida en serio y no atentar contra los
hermanos. Y el hombre se resiste al Evangelio. Como el “poseso” del Evangelio de
Marcos, más de una vez la mundanidad apostrofa a Cristo: “¿Has venido a acabar
con nosotros?”
4. Así las cosas, el proclamador del Evangelio precisa audacia para pronunciar a
los hombres un Mensaje de liberación que entraña necesariamente una conversión
de los individuos y una revolución de las estructuras de pecado de nuestra
sociedad. Pero sólo en la medida en que el proclamador asume esta necesaria
libertad en su expresión del Mensaje y es fiel al mismo, pese a todos los
pesares, su palabra ––como la de Cristo–– merecerá el asombro de los oyentes
porque “enseñará no como los letrados, sino con autoridad”.