V Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
Mc 1, 29-39
Autor: Padre Antonio Díaz Tortajada
DJb 7, 1-4.6-7
Salmo 148
1Co 9, 16-19.22-23
Mc 1, 29-39
1. El tema de los “nuevos ministerios...” ocupa muchas páginas en las
publicaciones teológicas y pastorales de nuestros días. Son muchos los libros y
ensayos que sobre este argumento se vienen publicando. Y éste comienza a ser
capítulo obligatorio de más de una reunión de obispos.
La rehabilitación del diaconado permanente en la Iglesia latina abre la serie de
los “nuevos ministerios”, y le sigue la creación de los párrocos seglares en
algunos países de África, la iniciativa de los “animadores pastorales” en varias
naciones de Latinoamérica, la encomienda a religiosas de determinadas acciones
evangélicas y jurisdiccionales...
Todo esto está bien porque es la respuesta a nuevas necesidades y, sobre todo,
porque hace que la corresponsabilidad eclesial no se quede en meras palabras.
Pero con anterioridad a estas posibles soluciones y medios, la Iglesia ha de
preguntarse con lealtad sobre su propia advocación evangelizadora.
2. El texto del Apóstol a los cristianos de Corinto vale por todo un tratado.
Pablo se siente cogido por el ministerio de evangelizador. No se ve en su misión
un titulo de superioridad sobre los hombres que le escuchan ni advierte que su
entrega al ministerio responda a estímulos de su propio gusto. Sabe que no le
queda más remedio que evangelizar. Lo hace incluso a su pesar. ¿Por qué?
Sencilla y elegantemente porque “me han encargado este oficio”. Y hasta tal
punto que todo su ser se manifiesta en una vibrante exclamación: “Ay de mi si no
anuncio el Evangelio”.
Llamado por Dios al Evangelio, Pablo tiene clara conciencia de serlo para el
servicio al Evangelio. En el proyecto del Dios que le ha llamado entra el hacer
de Pablo el Apóstol de las gentes. En responder a esta su misión estriba toda su
realización personal y cristiana. Y por ello anuncia a Cristo de balde, si n
retribución humana alguna, y lo anuncia con dedicación total y entrega, “hecho
débil con los débiles para ganar a los débiles; hecho todo a todos para ganar,
como sea, a algunos”.
3. Y ¿nosotros? Toda vocación a la fe es comienzo de una misión al servicio de
la fe. Hemos sido llamados todos para ser enviados a todos. Una actitud
coherente con la fe recibida, la única coherente, es la del evangelizado que se
siente constreñido a ser evangelizador. Deberá soltarse la creatividad eclesial
en la búsqueda de “nuevos ministerios”; antes, sin embargo, los creyentes
tenemos que alertarnos a la responsabilidad misionera que sobre todos nosotros
gravita y pesa. El auténtico apóstol cristiano ha de tomar ejemplo del celo
incansable de Jesús. Aunque la tarea que tenga ante si le parezca irrealizable
desde el punto de vista humano, trabajará tanto como le permitan sus fuerzas; el
resto lo pondrá el Señor.
4. ¿Acaso el mundo de hoy no necesita el Evangelio? El texto del libro de Job,
con acentos tremendos, describe la condición humana: “Mis días se consumen sin
esperanza”. “Mi vida es un soplo”. “Mis ojos no verán más la dicha”.
Aun sin saberlo muchos veces, en su inconsciencia y frivolidad o en su tormento
y llanto, todo hombre suspira por su liberación. Y la encontrará únicamente en
la Buena Noticia de Jesús que “recorrió toda Galilea predicando en las sinagogas
y expulsando los demonios”. Si algo queda claro en la lectura del texto
evangélico de Marcos, síntesis apretada de la misión evangelizadora de Jesús, es
que las gentes acudían a Él porque lo necesitaban y porque la predicación del
Evangelio resulta inseparable de una praxis liberadora de los hombres.
Hoy tendremos que interrogarnos: ¿Respondemos a las expectativas del mundo
moderno? ¿Somos o no factores activos de liberación? Y más radicalmente: ¿Hemos
pasado por la experiencia liberadora del Evangelio y sus palabras nos queman en
la boca hasta el punto de exclamar “Ay de mí si no evangelizo”?