II Domingo de Cuaresma, Ciclo B
Mc 9, 2-10
Autor: Padre Antonio Díaz Tortajada
Gn 22, 1-2.9-13.15-18
Salmo 115
Rm 8 31b-34
Mc 9, 2-10
1. Quizás el supremo don de la infancia sea la casi infinita capacidad
de sorpresa. El niño cada día descubre nuevas cosas y se asombra por lo que ve,
conoce y siente. Y aun cuando la novedad le traiga, a veces, porcentajes de
incertidumbre, la satisfacción es superior. Nunca después gozamos tan
intensamente como el ir experimentando esa sensación única de la primera vez, el
estrenismo. Los años nos van arrancando el factor de lo nuevo y así envejecemos
paulatinamente. es inevitable y triste.
Sin embargo, a pesar de todo, todavía quedan cosas que nos sorprenden e incluso
nos desconciertan. Sobre todo cuando se sabe mantener en pleno vigor la
curiosidad y el interés por lo nuevo, surgen en nuestro horizonte vital una
serie de “ovnis” que nos hacen recordar esa vivencia infantil ante lo
desconocido. Y no es necesario inventarse “novedades”, porque la vida es tan
rica y plural, si la aceptamos sin prejuicios, que desborda nuestra capacidad de
encajar toda oculta cara.
2. Pensamos que tienen que existir en la fe cristiana esos elementos como
sorpresivos y desconcertantes. Y sin necesidad de acudir a pirotecnias ni
visiones celestiales. Si Dios no nos sorprendiera y no produjera en nosotros un
enorme desconcierto, le habríamos despojado de un elemento esencial en toda la
historia de la salvación. No estoy hablando del Dios “totalmente otro”, astral y
enigmático, de religiones o filosofías extrañas a la clave cristiana; nos
referimos ––claro está–– al Dios revelado y revelador de la Sagrada Escritura, y
más en concreto del Evangelio.
¿Como no imaginar el fenomenal embrollo de Abrahám al plantearse, por petición
de Dios, la destrucción de su hijo, y precisamente del hijo que ha sido objeto
de la promesa? ¿Cómo encajar esa contradicción tal clara y no aceptar la idea de
un Dios caprichoso, versátil y enredador? Pero la fe incluye precisamente esa
aceptación del primer desconcierto porque intuye las “razones” más hondas del
ser y actuar de Dios. No le pidamos a la religión una lógica de andar por casa,
ni nos empeñemos en racionalizar a Dios porque entonces nos quedaremos para
siempre encerrados entre barrotes matemáticos, adoradores de los sucesivos
idolillos que nos fabriquemos o nos vayan fabricando otros.
3. Del mismo modo la pedagogía de Dios incluye también una sobriedad de
manifestaciones y un ritmo lento. Si de los discípulos hubiera dependido, Cristo
se hubiera pasado la vida envuelto en la nube de la transfiguración, ajeno al
quehacer evangelizador. Y si nosotros tuviéramos que programar la presencia de
Dios entre los hombres, se nos iría sin duda la mano en milagros, revelaciones,
fenómenos extraordinarios e invasión de nuestra propia esfera de libertad que
Dios respeta escrupulosamente.
Aceptemos ––seamos niños–– el desconcierto que Dios, a veces, nos produce. Sin
entenderlo todo ––como ellos al fin y al cabo–– descubriremos el continente de
la confianza.