V Domingo de Cuaresma, Ciclo B

Jn 12, 20-23

Autor: Padre Antonio Díaz Tortajada

 

Jr 31, 31-34
Salmo 50, 3-15
Hb 5, 7-9
Jn 12, 20-23


1. Para ser creyente en el Dios de la salvación es necesario asumir previamente la angustia y limitación de la existencia
humana. El hombre satisfecho de si mismo, conformista con la realidad dada, limitado en sus aspiraciones, está como bloqueado
psicológica y socialmente para abrirse al ofrecimiento de la salvación.

El ateísmo moderno ha visto con toda claridad el planteamiento de este problema y su primera proclama ha sido necesariamente
una invitación a desalojar del proyecto humano todo lo que de una u otra manera pudiere entrañar una elevación del vuelo de
las aspiraciones y vigorosas tendencias más allá de lo simplemente dado por la vida temporal del hombre y del mundo.

El “contentarse” con lo que se es o la pretendida “fidelidad” a la tierra son llamamientos inexorables para dar al ateísmo
una cierta base. así las cosas, este “contentarse” con lo dado o con esta “fidelidad” a lo real de este mundo, podría
traducirse de inmediato ––al menos como tentación–– en una angustia desesperanzada y en la afirmación de que la vida humana
no sólo carece de sentido, sino que radicalmente es un contrasentido. Y no han faltado voces que de esta manera hayan
definido nuestra realidad, aunque otras, tal vez menos profundas o menos clarividentes, hayan preferido lanzar al hombre
hacia un futuro glorioso, que si en teoría podía salvar del desastre la historia de los hombres, en modo alguno justifica y
explica la biografía limitada de cada cual antes del pretendido amanecer de ese futuro genérico y cronológicamente
imprecisado.

2. El creyente en Jesús se reafirma en otra opción muy distinta, por un lado, y muy igual por otro. Es, ante todo, una opción
por la realidad de este mundo y de su vida. Una opción que asume la tremenda contradicción que rompe en dos el hombre. se
declara insatisfecho y angustioso, inquieto y lacerado. Asume la realidad tal cual es, con sus límites, con sus
contradicciones, con sus fracasos, con su incomunicación; en definitiva, con su pecado y con su muerte.

Si algo no cabe decir del verdadero creyente es que se evada de la realidad de la vida. Es, antes que nada, un realista. Para
ello se inspira en Jesús de Nazaret.

El evangelio de Juan, evocado en la tercera lectura de este domingo, preludio de la pasión, es elocuente a este respecto:
Jesús no es un superhombre como se habían imaginado los griegos piadosos venidos al templo de Jerusalén. El grano tiene que
morir en el surco, si no queda infecundo, Y ante esta muerte Jesús se turba y tiene miedo. La angustia de la oración en el
huerto de los olivos le hace preguntarse si no debería pedir al Padre que le librase de semejante trance: “Mi alma esta
agitada, y ¿qué diré? Padre, líbrame de esta hora”.

Ante el desenlace trágico de la muerte que ya le ronda en la intriga de sus enemigos, Jesús, como cualquiera de nosotros,
experimenta la angustia realísima del perder la vida. Jesús sabe que la encarnación tendrá sentido si soporta la “hora”, si
bebe “el cáliz”. La carta a los Hebreos, remacha en este clavo con unas expresiones impresionantes: “Cristo, en los días de
su vida mortal, a gritos y con lágrimas presento oraciones y suplicas al que podía salvarle de la muerte...”

Cristo gritó a su Padre y el texto dice que fue “escuchado”. Y fue escuchado cuando llego el momento de la resurrección.
Únicamente cuando el Hijo haya sido llevado a “la consumación” podrá brillare la luz del amor ya oculta en todo sufrimiento.
Así es el creyente autentico. Fiel a la vida, realista ––que no evasionista–– ante sus problemas.

3. Pero se trata de una fidelidad total, integral, plena. No es la del creyente una fidelidad de “contentarse” con lo dado,
sino de perseguir todo lo que le es ofrecido y, por ofrecido radicalmente, radicalmente postulado desde las profundidades más
íntimas de su realidad humana. Su voluntad de realismo le lleva a sumir la insatisfacción de esta existencia y la aspiración
a una existencia más cabal. Tiende hacia su futuro glorioso, pero no solo de la historia humana, sino de la biografía
concreta de si mismo y de todos los demás compañeros de la jornada en el mundo.

El cristiano, por realista, cree y espera en el don de la glorificación. Igual que Cristo. “Ha llegado la hora de que sea
glorificado el hijo del hombre”. Para el creyente, el problema no es “contentarse” con lo dado, sino superar lo tenido para
abrirse a la salvación de Dios, en la que el hombre verá su realidad liberada de lo que ahora, en el tiempo, la mortifica y
contradice. El creyente va tras esa liberación nueva, original, absoluta, que el profeta Jeremías anticipa como superior a la
liberación que el pueblo de Israel experimentó al ser sacado de la esclavitud de los egipcios.