Viernes Santo de la Pasión del Señor

Jn 18, 1-19,42

Autor: Padre Antonio Díaz Tortajada

 

Is 52, 13-53,12
Salmo 30
Hb 4, 14-16;5, 7-9
Jn 18, 1-19,42

1. Contemplamos hoy la pasión y muerte de nuestro Señor Jesucristo. Jesús ha sido clavado en la cruz por nuestros pecados y
los de toda la humanidad; y él entrega su vida hasta la muerte en cruz, por amor a los hombres. El que es varón de dolores,
despreciado de los hombres y sabedor de dolencias, ha querido asumir el sufrimiento de los hombres y el pecado del mundo.

Cristo, como se ofreció a sí mismo como víctima, “aprendió sufriendo a obedecer y se ha convertido en causa de salvación
eterna para todos los que le obedecen”. El Hijo de Dios ha sabido obedecer a su Padre y cumplir fielmente la voluntad del que
le enviaba: “Padre que no se haga mi voluntad sino la tuya”. Y el Padre no ha querido ahorrarle el sufrimiento, ni librarlo
de la muerte temporal, sino que ha permitido que pasase por la prueba final. Cristo “se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta
la muerte y muerte de cruz”.

2. Él nos ha dado ejemplo, para que sigamos sus huellas y nos ha invitado a tomar la propia cruz: “Si alguno quiere venir en
pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame”. Palabras claras, las de Jesús a sus discípulos, que son ley
fundamental de la vida para todos los que desean seguirle. Quien cumpla la voluntad del Padre celestial podrá ser considerado
su hermano y discípulo. Este es el camino de los santos, que nos han precedido. El mejor modo de comprender la cruz de Cristo
y asimilar su significado es cargar con la propia cruz, aceptando la voluntad del Padre.

Llevar la cruz de cada día comporta purificar nuestra fe y limpiarla de las falsas adherencias que la ensombrecen. Comporta
asimismo dejarse imbuir de Cristo, para que en todas nuestras acciones vitales sea Él nuestro guía y maestro, hasta poder
exclamar, como san Pablo: “Estoy crucificado con Cristo, pero no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí”. Comporta
también ser capaz de renunciar a la propia vida, con tal de ganar a Cristo: “Para mí la vida es Cristo, y una ganancia el
morir”.

3. El discípulo de Jesús está llamado a configurarse cada vez más plenamente con su Maestro. Unido por el bautismo a Cristo,
como el sarmiento a la vid y participando del alimento de la Palabra y de la Eucaristía, se va revistiendo Cristo,
transfigurando cada día más a imagen de Jesucristo y orientando su comportamiento según las enseñanzas del Maestro: “Tened
entre vosotros los mismos sentimientos que Cristo”.

En el relato de la pasión, hemos escuchado las palabras de Jesús en la cruz, que nos hablan el lenguaje de la sabiduría de
Dios y expresan la relación personal y única entre Jesús y su madre. Desde la cruz Jesús nos ofrece a su Madre, a través del
discípulo amado, Juan: «Mujer, ahí tienes a tu hijo (...). ¡Ahí tienes a tu madre!»; y desde aquella hora el discípulo la
acogió en su casa. La Santísima Virgen ejerce también hoy aquella solicitud materna para con todos los hijos de la Iglesia,
que el Redentor, poco antes de morir, le confió en la persona del discípulo predilecto. Y los buenos discípulos acogen
también con gozo y devoción filial a la Madre de su Maestro. A través de los ojos y del corazón de María, podremos mirar al
hombre y al mundo de hoy para anunciarle, con palabras y hechos, que Cristo nos ha salvado y redimido en el madero de la
cruz.

4. Ante el misterio de la cruz contemplemos a Jesús, animados por las palabras del papa san León Magno: “El verdadero
venerador de la pasión del Señor tiene que contemplar de tal manera, con mirada del corazón, a Jesús crucificado, que
reconozca en él su propia carne. Toda la tierra ha de estremecerse ante el suplicio del Redentor (...). A ninguno de los
pecadores se le niega su parte en la cruz, ni existe nadie a quien no auxilie la oración de Cristo. Si ayudó incluso a los
verdugos, ¿cómo no va a beneficiar a los que se convierten a él? (...). Se invita a todo el pueblo cristiano a disfrutar de
las riquezas del paraíso, y a todos los bautizados se les abre la posibilidad de regresar a la patria perdida, a no ser que
alguien se cierre a sí mismo aquel camino que quedó abierto, incluso, ante la fe del ladrón arrepentido”.