Domingo de Pascua de la Resurrección del Señor
Jn 20, 1-9
Autor: Padre Antonio Díaz Tortajada
Hch 10, 34a.37-43
Salmo 117
Col 3, 1-4
Jn 20, 1-9
1. Nuestra fe en la resurrección de Jesucristo se fundamenta en el
testimonio de los apóstoles y demás discípulos del Señor,
que vivieron con él, lo vieron morir en la cruz y después se encontraron con Él,
una vez resucitado. María Magdalena y los
apóstoles vivieron una honda experiencia, que les dejó una huella profunda y que
les impulsó a comunicarla a otros. Esta
experiencia, que ha impactado en su afectividad, se deja traslucir y se comunica
como un verdadero descubrimiento.
Les sucedió también a los discípulos de Emaús, que fueron corriendo a comunicar
a los demás, que habían visto al Señor
resucitado. Quien ha experimentado en su vida la presencia de Jesucristo
resucitado se convierte en un verdadero testigo, en
un auténtico evangelizador, que testimonia su propia experiencia. Y es lógico
que dicha comunicación se haga a las personas
más cercanas e inmediatas.
2. El testimonio cristiano consiste fundamentalmente en suscitar el encuentro
personal con Jesucristo, para que la otra
persona pueda sentir la mirada amiga del Señor, que le llama por su nombre y que
tiene un proyecto sobre él; y, de este modo,
comienza la historia otro encuentro decisivo con el Señor.
La evangelización es fundamentalmente siempre la misma, pero asume connotaciones
diversas según las situaciones históricas.
Los apóstoles anunciaron a Jesucristo en la sociedad judía, dominada por los
romanos; a nosotros nos toca anunciarlo en
nuestra sociedad concreta. En el contexto actual en que vivimos, lo cristiano se
ha convertido, sociológicamente, en un hecho
secundario y casi residual.
Nuestra cultura pública occidental se aleja conscientemente de la fe cristiana y
camina hacia un 'humanismo inmanentista' que
se convierte en causa permanente de dificultades para su vida y misión de la
Iglesia. Se da una situación de 'nuevo
paganismo': el Dios vivo es apartado de la vida diaria, mientras los más
diversos ídolos se adueñan de ella. Es en esta
sociedad donde el Señor nos pide que seamos sus testigos de la Resurrección con
obras y palabras.
3. Simón Pedro hace una confesión pública de su fe en Cristo, ungido por el
Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y Dios
lo resucitó de entre los muertos.
Esta actitud de claro testimonio es necesaria para los cristianos de hoy, en
medio de un ambiente cultural "light", con la
tentación del relativismo y del mal entendido pluralismo religioso. El anuncio
de la fe cristiana no puede quedar reducido a
un conjunto de palabras vagas, de teorías filosóficas, de meros gestos de
religiosidad, de simples propuestas humanitarias o
de signos concretos de solidaridad: todo esto sería una presentación
reduccionista y minimalista del cristianismo.
El cristiano debe anunciar de manera clara e inequívoca a Cristo Jesús, como
Dios y Hombre verdadero, Redentor del mundo. Por
tanto no habrá evangelización verdadera, mientras no se anuncie el nombre, la
doctrina, la vida, las promesas, el reino y el
misterio de Jesús de Nazaret, Hijo de Dios.
El mensaje central del nuestra predicación no puede ser otro: “Que Cristo murió
por nuestros pecados según las Escrituras,
que fue sepultado y resucitó al tercer día según las Escrituras". Sin escuchar
este mensaje no se llega a la fe, y si no se
acoge este anuncio y se le presta la debida adhesión del corazón no se es del
todo cristiano.
En consecuencia, es preciso poner a Dios como centro de nuestro anuncio y de
toda la pastoral; hablar de Dios no como un
aspecto o un tema de la fe, sino como el objeto central, el principio y fin de
toda la creación, el sentido, fundamento,
plenitud y felicidad del hombre, Hoy no son suficientes los signos de amor y de
solidaridad; son necesarias las palabras, que
desvelen a la humanidad el rostro del Dios único y verdadero. Hay que volver a
hablar de Dios con lenguaje fresco y vital.
Hemos de anunciar a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, comunidad de amor, que
nos invita a su amistad; que por Jesucristo,
Hijo de Dios hecho hombre, muerto y resucitado, nos ha redimido y nos da la
posibilidad de ser hijos de Dios por la donación
del Espíritu Santo; que a través de la Iglesia y los sacramentos nos comunica la
vida divina, que es la gracia, anticipo de
la vida y la felicidad eterna, a la que estamos llamados.
4. La fe es un don de Dios, que se recibe de la Iglesia y se confiesa en la
comunión de la Iglesia. Siendo un acto personal,
no es un acto solitario y aislado. Nadie puede creer solo, como tampoco nadie se
ha dado la fe a sí mismo. La fe es
transmitida por la Iglesia y de ella se recibe. Resulta ilógico, incluso, que
algunas iglesias o comunidades cristianas
acepten el texto bíblico de la Iglesia, pero después interpreten este mismo
texto de manera arbitraria. Decir "yo creo",
equivale a decir "yo creo en la fe de la Iglesia". Por tanto, la fe es eclesial
y necesita referirse constantemente a la
Iglesia.
En la fe común de la Iglesia está presente la fe confesada, a lo largo de la
historia, por los miembros del pueblo de Dios:
los apóstoles, que la recibieron de Cristo y nos la transmitieron; los santos,
que la han vivido con heroicidad, y algunos
incluso hasta el derramamiento de su sangre; los pastores, que la han enseñado e
interpretado con autenticidad; y todos los
creyentes, que la han vivido y testimoniado en su vida ordinaria.
La fe en Cristo es un don de Dios para vivirlo en comunidad y para irradiarlo al
exterior, tanto con el testimonio de vida
como con la palabra. Los mismos apóstoles enseñan que la misión de comunicar la
“buena noticia” de Jesús está confiada al
pueblo de Dios en su globalidad: “Vosotros sois linaje elegido, sacerdocio real,
nación santa, pueblo adquirido para anunciar
las alabanzas de Aquel que os ha llamado de las tinieblas a su luz admirables”.
Hay que tomar mayor conciencia de esta tarea
misionera: La misión corresponde a todos.
Y sólo será posible realizar esta misión si somos testigos del amor, viviendo el
mandamiento nuevo: Muchas cosas serán
necesarias para el camino histórico de la Iglesia pero si faltara la caridad
(ágape), todo sería inútil. La caridad es
verdaderamente el “corazón” de la Iglesia.