II Domingo de Pascua, Ciclo B

Jn 20, 19-31

Autor: Padre Antonio Díaz Tortajada

 

Hch 4, 32-35
Salmo 117
1Jn 5, 1-6
Jn 20, 19-31

1.- El texto del libro de los Hechos de los Apóstoles que la liturgia de este domingo nos trae como primera consideración para esta jornada es un texto que ha dado mucho juego a lo largo de los siglos de existencia de la Iglesia: “Nadie llamaba suyo propio nada de lo que tenía”.

Siempre que en el seno de la Iglesia se ha producido un movimiento de reforma auténtica ––y de reforma auténtica siempre se ha inspirado en el mensaje de la “buena noticia” del Evangelio––, la memoria de este pasaje de la Escritura ocupa el primer plano de actualidad. En él se propone a la decisión de todos los creyentes un estilo de vida hecho de compartir los bienes, de distribuir a cada cual según la necesidad de cada uno, de renuncia a las propiedades ––tierras o casas–– con objeto de poner fin a las distancias económicas entre los miembros de la comunidad y subvenir a todas sus necesidades.

2.- A la lectura de este pasaje no faltaran voces que digan, y con todo fundamento, que esta página, más que describir una realidad comprobada y objetiva, se presenta bajo la expresión de un hecho lo que debería ser aspiración e ideal de la comunidad creyente. Pero, aún así, ¿persigue la comunidad creyente de hoy ese ideal, lo asume como el horizonte hacia el cual debería tender con sinceridad, lo calificamos de utopía hasta el extremo de que nos sirva de incitación y de punto de mira?

La falta de conciencia social de muchos creyentes revela que se ha dejado a un lado, completamente, esta proposición del libro de los Hechos. Y el dato de que la Iglesia haya estado escorada hacia unas determinadas fuerzas politicas durante mucho tiempo ¿no demuestra --pese a muchas a las explicaciones-- que pueden darse de este fenómeno que este ideal de comunidad cristiana está como abandonado por los más de los creyentes?

3.- Sin embargo, la segunda de las lecturas de hoy, tomada de una carta del apóstol san Juan, nos aporta razones más que sobradas para que el compromiso de los creyentes en favor del hombre fuera el más serio y radical de cuantas opciones políticas o sociales se atrevieran a proponer. “El que ama a Aquel que da el ser, ama también al que ha nacido de Él”. Para el creyente, todo hombre es hijo de Dios por origen y por vocación de destino; y, por ello, todo atentado contra la dignidad humana y todo rebajamiento de la mejor justicia, incluso de la justicia social, evidencia la insinceridad del amor a Dios.

¿Puede amarse de verdad al Creador y al Salvador sin amor simultáneamente a los creados y salvados por Dios, y amarlos además como Dios los ama? Para san Juan, el verdadero amor se traduce en el cumplimiento de los mandamientos de Dios y éstos son, en definitiva, una regulación de la convivencia humana.

4.- Para aceptar esta visión de una realidad humana en cuyo amor se expresa el amor a Dios se precisa partir de la fe. “Nuestra fe, ésta es la victoria que vence al mundo”, entendiendo por éste el egoísmo, el apegamiento a los bienes materiales, el individualismo que en nada tiene el bien de la comunidad, la superficialidad y el hedonismo de la existencia...

Ver a Dios en el prójimo es todo un desafío, tanto o mayor que el desafío a que se vieron sometidos los apóstoles en la Resurrección del Señor. Pero hoy, como ayer con Tomás, el creyente sabe cual es la palabra de Dios: “Dichosos los que crean sin haber visto”.