IV Domingo de Pascua, Ciclo B
Jn 10, 11-18
Autor: Padre Antonio Díaz Tortajada
Hch 4, 8-12
Salmo 117
1 Jn 3, 1-2
Jn 10, 11-18
1.- Entre los muchos rasgos que definen la personalidad de Jesús hay
uno que destaca: Su esforzada y sacrificada fidelidad al designio de Dios. Jesús
vive para dar cumplimiento a la misión que le ha sido confiada. La dramática
peripecia de su muerte en la cruz no es una representación de un texto trágico
escrito con antelación. Es, sencilla y estremecedoramente, el resultado de un
cumplimiento fiel del cometido que Cristo asume.
Por ser fiel a la misión que se le ha encargado, por hablar claro un mensaje que
revoluciona las escalas de valores que los intereses y los poderosos tenían
establecidas, por llamar “pan al pan y vino al vino”, por abrir las dimensiones
del hombre a un destino de transcendencia y por negarse a guardar silencio
frente a las explotaciones y esclavitudes..., Jesús es arrastrado a la muerte.
Todo lo que le ocurre es lógico, entra en la dinámica de la lucha entre el
profeta y los poderes.
Lo propio y personal de Cristo estriba en que, pudiendo callar, acepto hablar;
en que pudiendo acomodarse a lo estatuido, osó desafiarlo; en que, complacer los
intereses de los fuertes, elogio al pobre y llamo bienaventurados a los mansos,
a los pacientes, a los que trabajan en favor de la paz, a los que padecen
persecución por la justicia, a los que tienen hambre y sed de una sociedad más
humana, a los que son limpios de corazón y saben esperar en la salvación de
Dios. Cristo no esquiva su misión y acepta de antemano todo trágico desenlace
que su cumplimiento fiel puede acarrearle y de hecho le acontece. “Yo entro mi
vida para poder recuperarla. Nadie me la quita, sino que yo, libremente, la
entrego. Tengo poder para quitarla y tengo poder para recuperarla. Este mandato
he recibido del Padre”.
2.- Para los creyentes en Jesús hay aquí una tremenda y singular norma. Lo
nuestro, lo específico del cristiano, es anteponer el cumplimiento de la misión
a los intereses personales. Es ese ser capaces de entregar hasta la vida en
beneficio del mundo, aunque éste no acabe de entender tamaño despropósito y
tamaña longanimidad.
El creyente no es un asalariado de los hombres, a los que presta servicio en la
medida en que se le agradecen y pagan. No es el creyente ese tipo de hombre que
vive en la faena de la vida mientras las cosas discurren tranquilas y se margina
cuando las nubes de la tormenta aparecen en el horizonte y pueden comprometerle
en demasía.
El autentico creyente, como Jesús e inspirado en Él es el buen pastor que da la
vida por las ovejas”. La expresión evangélica no se refiere ––como tantas veces
se ha dicho–– a solo los ministros o servidores de la Iglesia, obispos y
sacerdotes. Marca un nivel de definición que se alarga a todo creyente,
verdadero servidor del mundo según los dictados del Reino de dios. El “yo soy mi
vida por las ovejas” es cita de compromiso para todo seguidor de Jesús.
3.- Y la razón es clara. Se nos recuerda una vez más en la segunda de las
lecturas de este domingo post-pascual. Nuestro titulo radical de dignidad
fundada y de compromiso cara a los demás, es el ser “hijos de Dios”. este titulo
hace del creyente un hermano servicial de todo hombre, puesto que la paternidad
divina a todo hombre alcanza. La del cristiano es siempre una vida en tensión
para hacer realidad en su carne y sangre lo que ahora solo es programa y promesa
apenas entreabierto. “Ahora somos hijos de dios y aún no se ha manifestado o lo
que seremos”.
Nuestra filiación divina y, en consecuencia, nuestra fraternidad humana son, en
el tiempo, meros comienzos de lo que serán un día en la salvación de Dios; pero
comienzos que postulan un desarrollo, una dinámica, una tensión dirigida hacia
la plenitud que ya se nos ha dado en promesa y esperanza.
4.- Esa plenitud nos viene por Cristo; la insatisfacción humana es un dato
insoslayable en nuestro peregrinar terreno. Sólo Jesús “puede salvar” y “no se
nos ha dado otro nombre que pueda salvarnos”. Esta certeza justifica toda la
voluntad de servicio hasta la muerte que debe caracterizar al creyente. Por eso
nuestra esperanza es capaz de hacer el “milagro” de transformar el miedo en
audacia y la debilidad en fuerza. Así nos lo recuerda hoy la página del libro de
los Hechos de los Apóstoles.