Solemnidad: Domingo de Pentecostes 

Jn 20, 19-23

Autor: Padre Antonio Díaz Tortajada

 

Hech 2, 1-11
Salmo 103
1 Co 12, 3b.12-13 (o bien Ga 5, 16-25)
Jn 20, 19-23

1.- Con este domingo de Pentecostés se cierran las fiestas de Pascua. Pentecostés es la culminación de la Pascua. Cristo murió, resucitó y nos dio su Espíritu. Es Jesús quien “envía” el Espíritu sobre el grupo de los “suyos”. Comienza el tiempo de la Iglesia.

El Espíritu Santo nos hace testigos. Un testigo no es un hombre o una mujer que “ha oído campanas”. Es alguien que ha tenido experiencia de Dios, de Jesús, de la presencia del Espíritu. No una experiencia fulgurante, sino una especie de familiaridad connatural con Dios, con el Evangelio, con la conducta cristiana.

El testigo no es ni un exaltado, ni un desequilibrado, ni un fanático. Tampoco es un cristiano perfecto. Tiene sus tropezones y desfallecimientos. Sabe por experiencia de que es ser pecador. Pero un discreto fulgor se desprende de sus palabras y comportamientos. No se avergüenza de ser creyente. Lo muestra a las claras, con humilde discreción no sólo en ambientes favorables de grupos de Iglesia. También en ambientes indiferentes y hostiles, sobre todo en nuestro clima de profunda secularización como vivimos.

2.- Es necesario leer el libro de los Hechos de los Apóstoles, un escrito que se atribuye al evangelista san Lucas. ¿Por qué merece la pena hacer esa lectura en este momento? Hay que tener en cuenta que Hechos de los Apóstoles no es ni una novela ni tampoco una biografía en sentido clásico. Pero se habla aquí de la Iglesia, y muestra el libro los rasgos de las primeras comunidades cristianas.

Lucas afirma que la comunidad primitiva era constante «en la enseñanza de los Apóstoles y en la comunión de vida, en la fracción del pan y en las oraciones». Presenta así lo que es la Iglesia, mostrando cómo ha de ser su camino en la historia. Ese camino comienza con el envío del Espíritu Santo que se da a una comunidad que está unida en la oración y cuyo centro lo constituyen María y los Apóstoles, los escogidos por Dios como columnas de la Iglesia.

3.- Allí aparecen, pues, tres características o propiedades fundamentales de la Iglesia que hoy, día de Pentecostés, tenemos que subrayar: La Iglesia es apostólica; ella es igualmente orante, por tanto vuelta hacia el Señor, “santa” en definitiva; y ella es una, no varias. La actualidad del Espíritu Santo se presenta en el don de lenguas. El texto de la segunda lectura de la liturgia de hoy muestra que con la venida del Espíritu se invierte lo sucedido en Babel: La nueva comunidad, el nuevo pueblo de Dios, se expresa en todas las lenguas y así es comprendido desde el primer momento de su existencia como “católico”.

Es decir, para ser la Iglesia que quiso y quiere Jesucristo, nosotros estamos obligados a caminar hasta los límites del espacio y del tiempo, llevando el Evangelio a toda criatura. Por ello, la narración del libro de los Hechos comienza en Jerusalén y termina en Roma, que no son en este caso dos simples ciudades, sino símbolos de toda la humanidad, y que comprende el antiguo pueblo de Dios, los judíos, y todas las naciones, los pueblos no judíos.

4.- El libro de los Hechos de los Apóstoles, que nos narran la historia de los primeros 30 años de la Iglesia, –– del 33 al 63–– nos dan cuenta de cómo la promesa de Jesús cuya realización debían esperar en Jerusalén, se realiza de una manera portentosa en la irrupción del Espíritu en la fiesta judía, ya preexistente, de Pentecostés.

El tema principal de esta segunda parte de la obra del evangelista san Lucas es la Iglesia en cuya historia el Espíritu Santo es el protagonista principal, pues ésta no existe por iniciativa de las personas que la integran, sino por la fuerza del Espíritu Santo que está presente en todas las actividades y determinaciones que toman los apóstoles guiándolos para que den testimonio de Jesús desde la experiencia de la fraternidad.

El don por excelencia para el creyente y para la comunidad es, sin duda, el Espíritu Santo. Sin embargo, Él trae consigo también sus dones llamados carismas cuyo destino final no es el que los recibe sino que están al servicio de la comunidad. Por eso san Pablo, en la segunda lectura nos habla de la diversidad de carismas en el pueblo de cristiano; nos enseña que la multitud de carismas en el seno de la comunidad es el signo más incontestable de su vitalidad. Y nos enseña, además que un auténtico carisma, jamás es para dividir y crear discordia, sino para hacer crecer la unidad. Generalizando, podemos decir que un carisma es siempre para el bien común y para dar testimonio como cuerpo de Cristo a favor de los que deben recibir el anuncio de la salvación. San Pablo, pues, enseña que es el Espíritu el autor de la unidad del cuerpo.

5.- San Juan nos lleva, en el evangelio, al anochecer del día de la resurrección para hacérnoslo ver cumpliendo su promesa y enviando a los discípulos al mundo para que sean testigos suyos. Pero su presencia entre ellos, que estaban en una casa encerrados, por miedo a los judíos, comienza no con un saludo, como podría suponerse, sino con el don de su paz, ese don eficaz suyo al que ya se había referido en sus palabras de despedida, reiterándolo para subrayar el tiempo nuevo que ya ha comenzado. En seguida, soplando sobre ellos, como Dios en la creación, les da su Espíritu a fin de que puedan llevar a cabo la misión que les encomienda de parte del Padre. Por el don de la paz y la comunicación del Espíritu, su comunidad es portadora de vida para el mundo; a través de ella se actualiza la presencia permanente del Señor que ha triunfado de la muerte.

El don por excelencia del Espíritu, está en función de la comunidad total que es la humanidad que Dios ama y quiere salvar. Es la misión de la Iglesia. No sólo de su parte dirigente, pues san Juan indica claramente que se dirigió a los discípulos, no exclusivamente a los Doce.

Los discípulos eran unos hombres aterrorizados por lo sucedido a su maestro y son transformados fortalecidos y enviados a dar la vida por el perdón de los pecados, a levantar a los caídos, sanar a los enfermos y afianzar a los débiles, en una palabra a dar testimonio con el servicio a los que menos cuentan. Jesús les mostró sus manos y su costado para ser reconocido como el que murió, y con su paso al Padre, les dio su Espíritu y su paz.

6.- El Espíritu provoca la conversión del corazón. El espíritu renueva al hombre. El nos capacita para el amor sin fronteras, incluso al enemigo. El Espíritu defiende la causa del Reino de Dios. El Espíritu anima el testimonio y la proclamación del Evangelio. El espíritu afirma la unidad de la Iglesia para su mejor servicio al mundo. Es lo que Pablo subraya en su carta a los cristianos de Corinto. La Iglesia vive del y por el Espíritu.