Memoria: El Corazón Inmaculado de María
San Lucas 2, 41-51
Autor: Padre Antonio Díaz Tortajada
Is 61, 9-11
Salmo (1S 2, 1-8)
2 Co 5, 14-17
Lc 2, 41-51
1. María nos quiere con un corazón inmaculado, sin mancha. Nos ama con
un corazón que jamás ha querido algo desordenadamente, porque, en todo momento,
dirige sus afectos a través de Dios. Siendo María la llena de gracia, hay en
Ella una sintonía máxima con Dios. Por el singular privilegio de su concepción
sin pecado, no padece las consecuencias del apartamiento de Dios y en todo
momento goza de una visión clara de la verdad, con la que descubre de modo
inmediato el atractivo y el bien de amar a Dios.
María siempre ama.
Cada instante de su existencia es para nuestra Madre una clara ocasión de
intimidad con su Creador, que va concretando al actualizar la conducta que más
agrada a Dios. De un modo o de otro, las suyas son de continuo actitudes
maternales, actitudes, por tanto, de servicio, entregada a su Hijo Jesucristo y
a todos los demás hombres –sus hijos adoptivos–, destinados por la Encarnación y
la Redención a la Vida Eterna.
El Corazón de María no tiene experiencia sino de amar.
No hay en Ella relación con el diablo, padre de la mentira, por eso su corazón
no está viciado de egoísmo. María no es como nosotros, que con frecuencia
–engañados– preferimos un interés particular –no lo que Dios espera– antes que
amar a nuestro Creador.
La singular claridad de inteligencia de María le permitía reconocer a Dios junto
a sí, que aguardaba a cada paso su amor. Nada aparecía como indiferente para la
Llena de Gracia. Hasta lo que resultaba más insignificante para sus
contemporáneos, era para Ella una valiosa ocasión de entregarse generosamente y
agradecida a su Creador.
Así, no veía María con desagrado el esfuerzo de buscar una y otra vez lo más
perfecto en el trabajo, lo más generoso en el servicio, la perseverancia
cotidiana y continua en la oración –todo es oración para María, que no pierde la
presencia actual de Dios–; por el contrario, contempla a su Señor más cercano a
cada instante, por eso, cada vez –a cada instante– es más feliz aunque le
cueste.
2. Confiando en este amor que ha puesto totalmente en Dios y por Él en la
humanidad, nos acogemos a su maternal cariño. No puede defraudarnos, ya que nos
ama con el mismo corazón inmaculado con el que quiere a Dios como nadie más le
ha querido ni le puede querer. Su gran amor al Creador, de quien quiso ser
esclava y a quien se entregó deseosa de que se cumpliera en Ella su palabra,
manifiesta –por la calidad de su entrega– la perfección y generosidad de su
corazón lleno de Gracia.
Animada de esas mismas disposiciones acogió la petición de su Hijo al pie de la
cruz de ser Madre nuestra. Por eso, aunque la Sagrada Escritura narre pocos
detalles de la entrega maternal de María a los discípulos de su Hijo, estamos
seguros de su desvelo por los Apóstoles y de la eficacia de su intercesión en
favor de la Iglesia naciente. Su amor por los hombres brota del mismo amor con
que sirvió a Dios como corredentora en los días de su vida mortal. Y ahora, como
siempre, prodiga su protección sobre la Iglesia. Se hace más patente, en todo
caso, para quienes se acogen acogen de modo especial a su protección, y
confiados acuden como niños buscando su auxilio, persuadidos de que será por los
siglos apoyo infalible de los hombres en el camino hasta la eterna
bienaventuranza.
3- Tampoco faltarán en la historia futura de la humanidad esas intervenciones
extraordinarias de la Madre de Dios y Madre nuestra, de las que tenemos ya
repetida experiencia. ¡Cuántos santuarios de la Virgen conmemoran por el mundo
su maternal protección a lo largo de los siglos! El suyo es un corazón
permanentemente a nuestro favor; que nos ama, aunque, demasiado pendientes de
nuestras cosas, casi no nos acordemos de Ella. También entonces vigilará María.
Querrá salir al paso de las penas y dolores de sus hijos, y fácilmente notaremos
su cariño a poco que fomentemos su devoción.
Del mismo modo que se adelantó, aliviando el problema que por un descuido iban a
tener los jóvenes esposos de Caná de Galilea –según narra san Juan–, también
sale al paso de los hombres de hoy. Hasta el final de los tiempos, además del
amor que siente por la humanidad, siendo Llena de Gracia, María tiene asumido el
encargo de su Hijo, que quiso que nos hiciéramos niños y que no nos faltara
nunca una protección maternal.
Acudir, en fin, a María, es señal infalible de gloriosa predestinación. Con su
corazón de Madre, no sólo nos quiere bienaventurados en el Cielo, sino también
–como lo fueron los santos– felices en la tierra.